Comparta esta noticia

Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro


Entrega 23

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

Tal vez la riqueza más grande que me ha dado mi mente inquisitiva y soñadora es esta necesidad insoslayable que tengo de saber qué cosas hay más allá de este pequeño mundo en el que, hace casi 16 años, me situó el Destino, tal vez con el encargo de que esos misterios que llaman mi atención y por los que siento tanta curiosidad vayan siendo descubiertos por mí mismo: por medio de las cosas que me enseñarían los adultos, especialmente mamá Julia y las demás personas de las que — como Roberto Vélez — estaría rodeado; por medio de la lectura de los libros que la suerte fuera poniendo en mis manos o por medio de la interpretación que debería hacer de los hechos que la Naturaleza iría poniendo en mi camino y de los mensajes que emanarían de mi propio cuerpo en la medida en que fuera creciendo y desarrollándome física y mentalmente. Todavía tengo frescos en mi memoria aquellos días en los que, siendo apenas un niño de entre 4 o 5 años, sentado en el pequeño llano de mi casa mientras contemplaba cómo se desvanecía lentamente la luz moribunda del Sol de los venados, al otro lado del río San Juan, mi incipiente conciencia parecía preguntarse qué futuro habría preparado este mismo Destino para mí.

Hoy, otra vez reflexionando sobre este, aún muy corto, recorrido por la vida, siento que un capítulo está a punto de cerrarse y, otra vez de nuevo, sentado en el mismo lugar donde se situaba entonces aquel niño de 5 años, mirando las mismas praderas, la misma luz que muere poco a poco al caer del ocaso o vagando por mundos imaginarios para conciliar el sueño, me pregunto cuál será el mundo que espera ser descubierto por mí de ahora en adelante. La experiencia vivida en Jericó, pese a la forma abrupta como terminó, no fue un final sino el comienzo de una nueva búsqueda; una experiencia que enriqueció poderosamente mi espíritu, por lo cual estaré siempre agradecido con esa institución educativa y, de manera especial, con mi amigo Roberto Vélez. Mi contacto con los compañeros de clase, los profesores, las materias estudiadas, la música, los libros y el mismo ambiente espiritual que allí se respira, me abrieron una ventana a un mundo que estoy ansioso por descubrir. De alguna forma siento que estos 16 años no han sido otra cosa que la preparación, física y mental, para emprender esta nueva etapa de la existencia, y que mi paso por el seminario me convirtió en una persona con una visión nueva de la vida que fortaleció mi espíritu soñador e imaginativo.

Yo a mis 16 años 
Yo a mis 16 años

Ya de nuevo en casa, luego de regreso del seminario, me encuentro con que mi hermano Fáber está de visita, y con una novedad: a su hogar llegó una personita. Mi hermano mayor, por el que siento tanto cariño, me invita a conocerla a la casa de los padres de Orfilia, en donde se encuentra en estos momentos. Se llama Gabriela –familiarmente Gaby—. Me invade una inmensa alegría al sentir que estoy conociendo a la primera sobrina de mi familia y, de alguna manera, tengo la sensación de que en Fáber (en cuyos ojos adivino un profundo orgullo de padre) y en Orfilia se empieza a vivir una nueva experiencia familiar tal vez parecida a la historia de mi madre, mis hermanos y yo. Luego de este bello encuentro, sé que no tengo tiempo que perder y, una vez más con la orientación de Roberto Vélez, al mismo tiempo que sigo estudiando por mi cuenta en cuanto libro cae en mis manos, dedico gran parte de mis días a buscar un sitio en donde pueda reemprender mi estudio de manera formal. Para tal fin, viajo a Medellín con la esperanza de encontrar una institución que me reciba, pero siempre aparecen dos obstáculos insalvables: mi edad (ya con 16 años) sin un certificado de primaria y mis nulas posibilidades de obtener recursos económicos para pagar una colegiatura. Agotado — pero no derrotado — regreso a casa y alterno el tiempo entre el trabajo en la finca, la lectura y viajes a Medellín, inclusive a otros sitios como Salgar, con la esperanza de encontrar un lugar en donde se me pueda hospedar, haciendo algún trabajo casero, para poder estar cerca de un colegio o biblioteca y poder de esta forma tener acceso a material de estudio. Pero ninguna de las puertas que golpeo se abre para mí, excepto una, pero con unas condiciones inaceptables. Así que no tengo más alternativa que regresar a mi casa y al trabajo en la finca.

Mas el Destino, siempre impredecible, me tenía una sorpresa, sorpresa que me llegó a través de la familia de mi amigo Francisco Londoño. Ese domingo llegué a San Gregorio como siempre con el empeño de búsqueda de información entre amigos, familiares o cualquier adulto que me diera alguna esperanza. De pronto, Alicia Viana, hermana de Aura, mi primera profesora, quien está al tanto de mis indagaciones, me llamó para contarme que su cuñado Francisco, hermano de Eleazar Londoño, quien hace ya varios años contrajo matrimonio precisamente con esta querida maestra, ha entrado a una comunidad denominada de Padres Benedictinos, ubicada en la ciudad de Medellín. Lo interesante es que Francisco, igual que yo, probablemente tampoco tenga certificados de estudios de bachillerato, pero allí no se los han exigido, lo que me da una gran esperanza. Curiosamente, también Francisco es alguien en quien siempre he admirado el amor por la lectura. Con frecuencia lo veía, con un enorme libro debajo del brazo, caminar hasta una mesa cubierta por un parasol al frente del Remanso, sentarse allí silenciosamente y pasar allí largos momentos concentrado. — ¿Qué estará leyendo que lo tiene tan absorto? — me preguntaba.

Farallones-del-CitaráFacebook-Historia-de-San-Gregorio-Guerra.

Con la información que me da Alicia tomo la decisión de viajar a Medellín y me presento en aquel monasterio, en donde el tener allí a Francisco es ya de por sí un factor que facilitó las cosas. Luego de una estadía de unos dos días, regreso a mi casa con la consigna de que debo pensar sobre la decisión que voy a tomar y comunicarla por escrito al superior del monasterio, el padre Lorenzo Ferrer. Pero la decisión de mi parte está ya tomada y ésta es la de solicitar mi admisión al monasterio. La comunidad, por su parte, deberá decidir si acepta o no la solicitud. La ansiedad y la incertidumbre son inmensas, casi que insoportables. ¿Seré admitido?

Unos días más tarde, en una soleada mañana, mientras me encuentro recolectando café cerca a la casa, la voz de una de mis hermanas me saca del ensimismamiento en el que me encuentro y a gritos me hace saber que se me necesita urgentemente en la casa. — ¿Qué pasará? –, me pregunto. Luego de echarme al hombro el costal con el café recogido hasta el momento, emprendo el camino y ya al poner los pies en el corredor de entrada me sorprender ver que, al lado de mamá Julia y mis hermanas Maruja y Julieta, está también Roberto. Todos me miran de una forma extraña. Algo pasa, pero, ¿qué será? Entonces mi amigo me entrega un sobre en el que se observa el logotipo del monasterio. ¡Es la carta de respuesta! Con gran nerviosismo, ante la mirada atenta de mamá, mis hermanas y Roberto y con el costal de café aún a espaldas, procedo a leer aquella respuesta que con tanta ansiedad he esperado: “Su solicitud de ingreso a nuestra comunidad ha sido aceptada, esperamos contar con su presencia lo antes posible”. Con una alegría inenarrable y presa de la emoción, no se me ocurre otra cosa que soltar el costal para ver cómo el café, ante la risa nerviosa e incontenible de todos, se esparce por todo el piso, algo que no me importó, porque ya nada me importaba más que esta puerta que acababa de abrirse ante mis ojos. Corría el mes de septiembre de 1962 y acababa de cumplir mis 16 años.

Confirmada la decisión de común acuerdo con mamá Julia, Pedro, Maruja, Julieta y mi abuela mamá María, solo queda un asunto por resolver: la conversación con el abuelo. Aunque papá José se ha mantenido al margen de todas mis gestiones para estudiar, siempre se ha opuesto radicalmente a que yo me vaya de la casa, no solo porque no cree en las cosas del estudio, sino porque teme que mamá Julia quede sola en su vejez. Será una confrontación entre los dos que se tendrá que dar inevitablemente en algún momento, el momento tal vez más crucial de todos estos 16 años. Será una lucha de voluntades en la que se decidirá mi futuro, porque, si me dejo doblegar, las posibilidades de estudiar tal vez se vean frustradas para siempre.

¡Y ese momento finalmente llegó! Me encuentro en casa ordenando mis cosas en la habitual caja de cartón que me sirve de maleta, mientras pienso en cómo voy a explicarle a mi abuelo las razones que tengo para irme. De pronto, siento la presencia de alguien detrás de mí: ¡es papá José!

–¿Y es que siempre se va? — me dice en tono tranquilo, pero con su habitual estilo frío y cortante.

— Sí — le respondo con una determinación en mi voz que a mí mismo me sorprende.

–Y qué pasará con Julia, ¿quién va a ver por ella cuando envejezca? — Hay en sus palabras ese estilo autoritario y de reproche que tanto me ha intimidado. Le informo que la decisión ha sido tomada de común acuerdo con mamá Julia y mis hermanos y que sé que mamá contará siempre con el apoyo de ellos. Por lo demás — le explico — esta decisión está tomada y ya no hay marcha atrás.

–¡Muy bien, pues sepa que si se va jamás volverá a pisar esta casa! – Había en su mirada una carga de ira y reproche como jamás antes le había visto. Hombre de pocas palabras, como siempre lo ha sido en temas de toma de decisiones, da la vuelta y se marcha. Ya de nuevo solo, siento con gran alivio que, finalmente, he soltado las amarras de la más grande de mis cadenas mentales: la del temor al abuelo; pero, al mismo tiempo, un profundo dolor oprime mi espíritu al ver que la persona por la que siento tanto respeto y admiración me cierra de esta forma su alma.

Despejado el camino de este último obstáculo y la caja de cartón con mis pertenencias ya lista, es hora de la despedida. Una despedida que va más allá del grupo familiar: es la despedida de una etapa de mi vida; de mi pequeña y humilde casa de paredes de bahareque; de las montañas, los cafetales, las praderas, los bosques y las quebradas, dentro de los cuales he crecido; de mi aldea, de los amigos al lado de los cuales viví tantas experiencias, con quienes pasé bellos momentos y también momentos dramáticos, cuando la Muerte nos mostró su tenebrosa presencia. Despedida de Roberto, el amigo que me mostró las puertas de esta nueva vida y que, por una inexplicable cadena de hechos, jamás pude volver a ver, algo que me ha llenado siempre de un profundo pesar. Es también el adiós a los bambucos, a los pasillos, a las guabinas y a las danzas que tanto adoro, más los boleros, los tangos, la música de carrilera con sus trágicos mensajes de despecho, y hasta de la alegre música parrandera. Adiós a las chicas lindas, alguna de las cuales una vez, sin que ella lo supiera, fue motivo de un bello, infantil y platónico enamoramiento.

De paso por las calles del que hasta ahora ha sido mi pueblo, aun de madrugada y camino a La Piedra, donde tomaré la línea que ha de llevarme a Medellín, los Farallones del Citará aparecen ante mi vista en todo su esplendor. Un paisaje que, igual que mi casa y mi pequeña aldea, llevaré grabado en lo más profundo de mi ser y que siempre ha de acompañarme, sin importar el lugar del mundo en el que me encuentre ni los años que hayan pasado. Ahora, pues, no me queda más que decir: ¡ADIOS, SAN GREGORIO!

Nota:

Años más tarde tuve la oportunidad de reencontrarme con papá José. Fue un encuentro emotivo; mi abuelo fue en ese momento alguien cálido y amable, que me recibió con cariño y con esa hermosa sonrisa que vi en otra ocasión, al regresar a mi casa luego de una ausencia temporal. Fue como una especie de reconciliación entre los dos que me llenó de paz. Dos años más tarde, una noche se acostó por última vez para quedar dormido para siempre, víctima probablemente de un paro cardíaco. Era el mes de abril de 1970. De él me queda el ejemplo de su amor por el trabajo, del respeto por la palabra empeñada y la convicción de que es preferible morir antes que claudicar cuando la supervivencia de un principio fundamental está en juego. Con el tiempo, la figura de este hombre (igual que la de mi padre del que no tengo recuerdos) se agiganta cada vez más; con mucha frecuencia y de manera inexplicable, en mis sueños aparecerá su presencia, pero no con la faceta del hombre frío y distante que tanto me intimidó, sino con la del padre bueno y, sobre todo, con la faceta que siempre añoré de él en vida pero que nunca tuve: la del abuelo tierno y cariñoso.


Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir»

Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».

Entrega 3: «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»

Entrega 4: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro»

Entrega 5: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), Encuentro con el mundo de la religión»

Entrega 6: «Mis años en San Gregorio – Domingo en San Gregorio» 

Entrega 7: «Los aprendizajes ya no son un juego–Comienza la escuela»

Entrega 8: «Mis años en San Gregorio – Música y leyendas»

Entrega 9: «Mis años en San Gregorio –El duelo de Cosiaca y el guapo del pueblo»

Entrega 10: «Mis años en San Gregorio –El rostro avieso de la muerte»

Entrega 11: «Mis años en San Gregorio – Violencia y política»

Entrega 12: «Mis años en San Gregorio – El aprendizaje no termina»

Entrega 13: «Mis años en San Gregorio – ¡Y llegó la navidad!»

Entrega 14: «Mis años en San Gregorio – ¡Oh, el amor!»

Entrega 15: «Mis años en San Gregorio: El inquietante mundo de lo invisible – Miedos que agobian»

Entrega 16: «Mis años en San Gregorio – Una lección de valentía»

Entrega 17: «Mis años en San Gregorio – ¡Están atacando a San Gregorio!»

Entrega 18: «Mis años en San Gregorio – ¡Sombras en la noche!»

Entrega 19: «Mis años en San Gregorio – Lejos del nido»

Entrega 20: «Mis años en San Gregorio – Laberinto del miedo»

Entrega 21: «Mis años en San Gregorio – Una voz amiga cambia mi destino»

Entrega 22: «Mis años en San Gregorio – El novedoso universo de la academia, la religión y la cultura»

 

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar
Comentarios
Comparta esta noticia