Los aprendizajes ya no son un juego – Comienza la escuela

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Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro


Entrega 7

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

El tiempo ha pasado. Entre juegos y aventuras con mi hermano Pedro y mis dos pequeñas hermanas, Maruja y Julieta y, ocasionalmente, con mis primos, los hijos del tío José Manuel, cuyas edades son similares a las nuestras, la vida se nos ha pasado rondando por los potreros, la pequeña quebrada, el monte de la finca de Ramón Agudelo y los cafetales cercanos, además de cumplir con algunas labores de la casa: encerrar los terneros, ayudar en el ordeño de las dos o tres vacas de la finca, recoger trozos de madera como combustible para el fogón en la labor de hacer las comidas y llevar el almuerzo a los trabajadores que recolectan café o desyerban en el cultivo. La curiosidad y el deseo de divertirnos nos empujan a estar en contacto con la naturaleza que nos rodea. Cada cosa es una novedad, es una nueva experiencia, una aventura, un descubrimiento, a veces doloroso como cuando es el topetazo con las avispas chepas o las quita calzones, o miedoso cuando el encuentro es con la peligrosa víbora rabo de ají. Ese manojito de ramas y crines de caballo, tejido primorosamente, es el nido de un azulejo que huye cuando escucha nuestras voces, dejando expuestos los huevos moteados de un suave color azul, los que observamos con infinita curiosidad. Esa ave gris que se come los plántanos maduros en el cafetal y que con su dulce trino nos saluda en las mañanas, es el sinsonte; aquella otra ave de color amarillo, esa que se posa en el estacón de la alambrada, que con vuelos rápidos y certeros atrapa todo insecto que pasa por sus dominios, es el sirirí, y estos pájaros con plumaje de suave color marrón, pico y patas color amarillo, son las mirlas que con sus gorjeos anuncian los amaneceres y cierran el día al caer del ocaso. Este es un árbol de guamo, cuya  capa de dulce algodón que cubre sus semillas es un manjar imposible de resistir, a pesar de las advertencias de mamá; este otro de aquí, tan alto, con su tosco y áspero tronco, que extiende desde la altura las ramas para darle sombrío al cafetal, es un piñón; ese otro, de aspecto triste y melancólico, es el sauce llorón, y aquel que se ve en la lejanía, cuyas hojas blancas contrastan con el verde intenso del follaje del monte, es el yarumo, con sus eternas habitantes, las hormigas culiparadas. Todo un entorno lleno de vida, de figuras, ruidos, sonidos y ese delicioso olor a rastrojo, que se transforma cuando llega la noche, para dar paso a otros seres: los misteriosos currucutú y gallina ciega, las hermosas y enigmáticas luciérnagas de rápidos destellos al volar, los chillones grillos y los grotescos sapos. Pero este estilo de vida está a punto de cambiar, porque, de manera cada vez más insistente, escucho a mi madre decir que ya tengo 7 años, la edad del uso de razón (cualquier cosa que eso signifique) y que, por lo tanto, es hora de ir a estudiar a la escuela de San Gregorio.

Mi experiencia con la actividad escolar ha estado limitada a ver a mis hermanos mayores, Fáber, Ofelia y Ligia, cuando los he visto salir para las clases. Ocasionalmente, mis dos hermanas mayores me han llevado consigo a la escuela y así, como si fuera parte de mis juegos, conocí a la profesora Herminia Cañas y ese curioso instrumento de estudio llamado pizarra. Como resultado de estas experiencias previas y con la ayuda de mis dos hermanas, en estos momentos ya soy capaz de defenderme con la lectura de algún texto escolar. Pero, el hecho al que me enfrento ahora, es que el aprendizaje ha dejado de ser un acto de diversión para convertirse en una obligación.

Alegría de leer, mi primera cartilla de escuela. Internet

Y ese día, el del inicio de clases, finalmente llegó. Un extraño sentimiento de una obligación que hay que cumplir, me acompaña al levantarme. Luego de desayunar, mamá nos entrega, a Pedro y a mí, una jíquera1 en la que ha puesto, para cada uno de los dos, una botella con agua de panela y una arepa redonda para la media mañana, y para el almuerzo una porción de yucas y plátanos cocinados con su correspondiente ración de carne, todo empacado en hojas de bijao, con las botellas de agua de panela y la consabida arepa redonda. En un talego aparte, llevo el cuaderno, el lápiz, el borrador y mi primer texto de estudio: la cartilla La alegría de leer. De esta forma comienza esta nueva etapa de mi vida, la del aprendizaje escolar, que seguramente habrá de ser trascendental en mi existencia posterior.

De camino de ida a la escuela y también al regreso, con frecuencia en compañía de otros niños que viven en la casa de la finca del señor Heraclio Uribe, todos hablamos mucho, siempre estamos hablando de algo y, eventualmente, nos distraemos, ya con una fuente de agua, ya mirando las vacas en los potreros, una bandada de golondrinas que han venido de tierras lejanas y revolotean sobre nuestras cabezas, o hasta haciendo alguna travesura por el camino, algo que nunca ha de faltar. En las horas de la maña debemos estar a las 8:00 para iniciar las clases, cosa que no siempre logramos conseguir, con el consecuente castigo de parte de la profesora e, incluso, de mamá Julia. Ya en la escuela, puedo observar con más detalle cómo es esta casa. Una edificación en paredes de bahareque pintadas de color blanco, con puertas, ventanas y enchambranados pintados de color naranja ya desteñido por el paso del tiempo, ubicada precisamente frente a la tienda en la que Eleazar Londoño atiende todos los días a su clientela. En la parte trasera, un patio grande sirve de sitio de recreo y de lugar para hacer la formación en fila antes de entrar, silenciosamente, al aula de clases, compuesta por un salón grande dividido en dos partes: un espacio para el grado primero y otro para el segundo (los únicos dos grados existentes). La profesora es ahora la señorita Aura Viana,2 una joven de piel nacarina, mirada escrutadora y hermosa sonrisa, quien será la que ha de transmitirnos a los chicos las cosas que, según las normas de la escuela, debemos aprender.

Ya inmerso en esta nueva etapa de mi vida, tengo que constatar cuan asociados están la obligatoriedad, el autoritarismo y el castigo (físico y psicológico) al sistema de enseñanza, del que parecen formar un todo inseparable. Un sistema que transmite conceptos que estoy obligado a aceptar pasivamente, los que, además y para colmo de la desdicha, estoy obligado a memorizar para repetir luego textualmente; una antipática manera de aprender. ¿Por qué este sistema de enseñanza me parece tan agobiante e intimidante, pese a que siento tantos deseos de saber, de conocer cómo funciona el mundo que me rodea, de entender el misterio de los números o el de poder entender cabalmente un libro cuando lo leo?  ¿Por qué algo que me gusta, llega a mí como un deber al que estoy obligado, incluso con amenazas de castigo? Son preguntas para las que, por ahora, no tengo las respuestas, pero espero poderlas encontrar en el futuro. Porque presiento que algún día habré de hallar el camino que me permitirá descubrir que sentir placer aprendiendo es la manera natural como debe ser el estudio. Entonces ese día el profesor o la profesora no serán los adultos que me intimidan, sino los maestros, los guías, que me acompañan en la aventura de descubrir el universo de los conocimientos; con ellos entonces la frase “la alegría de leer”, escrita en la portada de mi primer texto escolar, habrá cobrado todo su sentido. 

Nota 1:

Jíquera: especie de mochila hecha con la fibra que se extrae de una planta llamada fique, cuyo uso como empaque era muy extendido, antes de que aparecieran las fibras artificiales que se usan hoy en día.

Nota 2:

Aura Viana fue la primera profesora oficial que tuve en la escuela. Una excelente mujer, amante de la música y de las obras de teatro, las que montaba siempre en los acontecimientos especiales, además de ser una madre amorosa. Con el tiempo, ya siendo adulto, retomamos nuestra relación y fue en esta nueva etapa de mi contacto con ella donde descubrí el otro rasgo de su personalidad: la forma alegre e informal de tomarse la vida. Los recuerdos negativos que me pudieron haber dejado sus clases los he atribuido siempre, no a que haya sido una mala profesora, sino al sistema educativo del que ella, igual que todos nosotros en esos momentos, éramos una especie de prisioneros. Tengo para con Aura Viana una enorme deuda de gratitud.

Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir».

Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».

Entrega 3:  «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»

Entrega 4:  «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro»

Entrega 5:  «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), Encuentro con el mundo de la religión»

Entrega 6:  «Mis años en San Gregorio – Domingo en San Gregorio» 


 

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

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