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Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro


Entrega 6

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

El escenario que tengo ahora ante mis ojos es el de un ambiente lleno de alegría. No más asomar los primeros parroquianos que salen de la misa que acaba de terminar y ya el pueblo parece otro. Una explosión de música que sale de cada una de las cantinas inunda el ambiente y las personas, relajadas y animadas, parecen querer disfrutar a fondo de un ansiado oasis físico y mental. En el piano de El Remanso las notas graves de un tango hacen vibrar suavemente el piso, mientras que en los parlantes del quiosco Jorge Ramírez pone a sonar a todo volumen las primeras melodías de música parrandera de fin de año recién llegadas al corregimiento y, más abajo, en la cantina de Gabriel Sánchez, una victrola movida por un mecanismo de cuerda hace sonar una lánguida canción. A la tienda de Roberto Londoño han ido llegando las mulas cargadas con los bultos de café que los cultivadores, entre ellos mi abuelo, han recolectado y beneficiado, producto de los primeros graneos de la cosecha que comienza; con el dinero recibido pagarán el jornal de los trabajadores, comprarán el mercado para la semana, el que ahora incluye unas docenas de velas adicionales para el alumbrado de la noche de la Inmaculada que se acerca; con lo que les queda podrán darse algunos lujos: ordenar los zapatos domingueros para él y para los chicos en la zapatería, más el estrene decembrino para la familia en la sastrería de aquel hombre delgado y pulcramente vestido, cuyo nombre tal vez sea Enrique, o comprarse un nuevo sombrero de fieltro estilo panza de burro en el almacén de Octavio Betancur. En la tienda de Francisco Sánchez otros vecinos hacen también el mercado para la semana, no sin antes haber pagado las deudas por las compras hechas al fiado en las semanas anteriores y cuyo control se lleva en un viejo cuaderno lleno de columnas interminables de números, muchas de ellas tachadas en señal de que son cuentas ya canceladas. Es increíble la habilidad y velocidad con las que Francisco hace esas sumas larguísimas sin equivocarse. Los niños, ahora sueltos de nuestros padres, corremos de un lado para otro, comentando las cosas que oímos de los adultos y buscando donde jugar un rato a cualquier cosa. Me gusta el aroma que emana del café a granel descargado en la pequeña bodega de aquella tienda, mezclado con el de la panela que también se vende allí, más el de las mulas sudorosas y hasta el del mismo cagajón que sueltan los caballos al galopar por las calles en tierra, espoleados por sus chalanes. Todo es parte del mismo ambiente alegre y relajado del que está cargado este domingo. Los efectos de la incipiente cosecha, la música decembrina, la cercanía de la navidad y hasta el aire tibio de esta hermosa mañana soleada, se han conjugado para hacer de este momento una experiencia inolvidable.

Mientras disfruto del panorama tan nuevo para mí, vemos a papá José que conversa animadamente con varios de sus amigos, entre ellos Miguel Herrera, circunstancia que aprovecha mi madre para decirnos a mis hermanos y a mí que nos le acerquemos porque él nos va a dar la ración. En efecto, tímidamente —para nosotros, él es una persona que nos inspira mucho respeto, casi temor— nos ubicamos de tal forma que no pueda dejar de vernos y cuando lo hace, sin decir palabra alguna, abre una especie de pequeño maletín de cuero llamado carriel que lleva terciada en uno de sus hombros, como casi todos los demás adultos, y saca unas monedas; nos entrega a cada uno 10 centavos, con lo que yo puedo comprar, entre otras cosas, una enorme rosca de pandequeso u otra clase de parva con un vaso de aromática avena, más un puñado de confites, en la cafetería de Milia Restrepo, los que devoro mientras observo a unos señores, entre ellos al mismo padre Zapata, compitiendo en un juego que se llama billar. ¡El regocijo no puede ser mayor! Mi madre está haciendo también las compras de las cosas que necesita para la casa en el almacén del señor Octavio Betancur o en la misma tienda del señor Londoño, generalmente al fiado con cargo a la cuenta de papá José. Si se trata de un reconstituyente, de las pastillas de Mejoral para dolor de cabeza o del asqueroso aceite purgante que hemos de tomar ocasionalmente para matar las lombrices, la compra se hace en la botica de la señorita Tulia, quien también aconseja qué bebidas tomar para los dolores de estómago, diarreas o el vómito de bilis.2 Es aproximadamente la 1 de la tarde y tanto la música como el ambiente emocional en las cantinas han subido de intensidad.

San-Gregorio-1965-Foto-Roguell-Sánchez

¡La música! Gran parte de la alegría que la gente experimenta se debe a la música, acompañada del consumo del licor, que suena por todas partes y que genera también en mi espíritu una agradable sensación de placer, no obstante que muchas de estas canciones tengan un contenido tan rebuscadamente trágico: traición, tristeza, frustración, venganza, muerte, mujeres que desprecian a un hombre porque es pobre, o vida miserable de hijos desgraciados que vagan errabundos por no tener una madre que les brinde cariño, son ideas que se repiten, una y otra vez, con machacona y desoladora insistencia. El fragmento de una de esas melodías queda rondando por mi cabeza: yo valgo más que tú porque soy hombre, aunque tenga mi traje remendado. ¿Por qué tanto desprecio hacia la mujer? ¿De dónde salen esas mujeres de las que se habla en estas canciones? ¿O se trata acaso de seres irreales creados por quienes fabrican esas melodías para tener a alguien contra quien descargar sus frustraciones y culpar de sus propias desdichas? Tal vez sea también porque esta es la única forma como estas personas logran olvidar, así sea solo por unos momentos, la dura realidad del trabajo que les espera en la semana que sigue y las dificultades de la vida diaria que tienen que afrontar, aunque el padre Zapata haya dicho, clamando desde su pequeño balcón, que eso no se debe hacer, que eso es un pecado.

Sin embargo, a estas alturas del día, ¿Quién se acuerda de lo que dijo el sacerdote esta mañana? Ni yo mismo, porque ahora mi mundo gira en torno a cosas que me divierten muchísimo: el cacharrero —al que, según mis hermanos, le dicen Regalí— que, con un tendido en el piso en un lugar de la plaza, promueve la venta de toda clase de cosas sin parar de hablar, lanzando al aire de vez en cuando algunas baratijas que los niños nos matemos por recoger; o el culebrero que, rodeado de una gran cantidad de curiosos, habla con una retahíla que envidio, sobre remedios para curar todos los males, por imposibles que parezcan y, sobre todo, lo más intrigante para mí: la contra para evitar que las culebras, por las que siento tanto terror, me puedan picar. ¿Cómo harán las serpientes para saber que alguien lleva ese pequeño objeto de color negro y por qué eso las espanta?

Pero el día toca a su fin. Son ya las 3 y 30 de la tarde y mi madre me busca para decirme que es hora de regresar a casa. El retorno pasa casi que sin sentirlo por la cantidad de temas que tenemos para comentar. Mamá Julia nos cuenta sobre las novedades que se comentan en el pueblo y de los acontecimientos de la semana, mientras que yo disfruto acariciando un pequeño espejo que alcancé a recoger de las cosas que lanzó al aire el cacharrero. Ya en casa y mientras devoro el rico almuerzo que mamá nos dejó preparado ayer sábado, siento que he vivido una experiencia decisiva para mi incipiente vida. El niño que salió esta mañana a conocer a San Gregorio, a partir de ahora ya no es el mismo.

Nota 1:

El café era la principal -casi que la única en aquellos tiempos- actividad económica de San Gregorio y, en consecuencia, la principal fuente de ingresos de sus habitantes. 

 

Nota 2:

Tulia Agudelo (la señorita Tulia) fue, durante 40 años aproximadamente, la mujer que desempeñó las funciones de enfermera, partera, boticaria y consejera médica de los habitantes de San Gregorio, en un tiempo en el que los servicios de salud eran muy precarios o prácticamente inexistentes. Procedente del vecino municipio de Salgar al final de la década de los 40, esta enfermera (esa era su profesión) fue un ser humano con una incalculable vocación de servicio y grandes conocimientos prácticos de medicina, con los que salvó la vida de muchos de los habitantes de La Libia. Este corregimiento tiene para con esta mujer una enorme deuda de agradecimiento, la que ojalá algún día le sea pagada con el justo reconocimiento a su nombre y a su servicio.

Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir».

Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».

Entrega 3:  «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»

Entrega 4:  «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro»

Entrega 5:  «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), Encuentro con el mundo de la religión»


 

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

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