Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro
Entrega 12
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
El universo de la imaginación, esa dimensión de nuestra personalidad en la que todo es posible y en cuyos dominios puedo desnudar las grandes aspiraciones que la vida va poniendo en mi camino, es el más fascinante de los escenarios en los que mi naturaleza inquieta se pueda situar y, por esta misma razón, el punto recurrente de mis ilusiones. En los momentos en los que, unas veces sentado en algún pequeño recodo del potrero en las horas de la tarde, mientras contemplo la silueta de las cordilleras del Citará recortadas por los rayos moribundos del Sol que va desapareciendo paulatinamente, dejando tras de sí por un poco más de tiempo la mancha de luz del Sol de los Venados; otras veces, caminando por un sendero que lleva a alguna o a ninguna parte, y otras en el silencio del cafetal, al arrullo del suave rumor de las ramas de los árboles movidas por la brisa, mi mente divaga por dimensiones imaginarias construyendo mundos insólitos, que cobran vida y luego desaparecen para dar paso a otros nuevos. Y es que en esa dimensión mi mente es libre, sin impedimentos ni fronteras que la limiten. Allí nadie me puede prohibir dar vida a los sueños más impensables, por extravagantes que parezcan, porque es un dominio del cual soy el propietario absoluto.
Yo, ahora con 12 años
Y es dentro de un imaginario como éste en el que yo suponía, de forma inconsciente, intuitiva, sin saber por qué ni cómo explicarlo a mi profesor, a mi madre, a mis hermanos o a los demás compañeros de estudio, que iba a darse mi paso por la escuela; algo en mi interior me hacía desear que ese sería el sitio en donde la imaginación y los conocimientos reales hallarían su punto de encuentro; en donde estos dos mundos (imaginación y realidad) encontrarían el espacio común para retroalimentarse mutuamente, complementándose y enriqueciéndose el uno al otro, hasta el punto de fusionarse en una relación simbiótica en donde lo limitado y lo imposible no tenían por qué tener cabida.
Ese era el escenario dentro del cual — según mi yo interior — se daría mi proceso de aprendizaje, lo que iba a permitir que mi vivaz imaginación, enriquecida con los conocimientos que el profesor me iría a aportar, podría aterrizar sus sueños, pero también convertir los conocimientos en puntos de partida de nuevos escenarios que de allí surgirían. Desde este punto de vista, el aprendizaje, tal como me lo prometía mi inconsciente, sería algo mucho más que un ejercicio de memorización pasiva y sumisa de unos datos o ideas prefabricadas que dictaría el profesor José Rúa;1 por el contrario, cada materia — soñaba yo — sería, por sí misma, una experiencia de vida única, un punto de inicio para la construcción de nuevos mundos, de la mano de los maestros que el Destino se encargaría de ir poniendo en mi camino o valiéndome de las herramientas que en estos dos años hubiera recibido como parte de la enseñanza.
Pero esa etapa, con la edad de entre los 12 y 13 años que tengo en estos momentos, ya hace tiempo terminó sin que esas expectativas quedaran satisfechas, y no por culpa de mi profesor, sino por culpa de un sistema educativo del que él mismo es un prisionero. De aquí en adelante solo podré contar con los recursos que me dan mis deseos de seguir aprendiendo de alguna forma, con mis sueños a cuestas y, desde luego, con los escasos conocimientos que adquirí en la escuela. Recursos que deberán seguir siendo las herramientas para desentrañar los misterios del mundo en el que me muevo: el de la aritmética, la historia, por la que siento tanta pasión; el de saber por qué crecen las plantas, la razón de ser del sexo y cómo surge la vida; entender, en fin, cómo es que los seres humanos construyen las sociedades y establecen sus formas de convivencia, o algo tan elemental como el de poder entender el libro que esté leyendo;2 incluido igualmente el ámbito de la dimensión del más allá del que hablan los sacerdotes y, en general, los adultos, a través de sus prácticas religiosas, sobre las que tengo tantas preguntas y prácticamente ninguna respuesta.
Cuando visito Bolívar o Salgar y veo por las calles a niños y niñas con su uniforme y su maleta a cuestas llena de libros y cuadernos, no puedo evitar sentir un profundo deseo de ser uno de ellos. Cómo me gustaría poder tener a alguien con quien hablar sobre lo que me inquieta sin sentirme como un idiota. Sé que mi madre cree en mí (y estoy seguro de que si mi padre estuviera vivo él también lo haría) pero carezco de los recursos verbales suficientes para poder hablar con ella sobre estas cosas y lograr hacerme entender. Simplemente no sé cómo decirlas. No obstante, con frecuencia le hago saber a mi madre que me gustaría ir a estudiar a alguna parte, pero su respuesta es siempre la misma: “m’hijo, somos muy pobres y yo no tengo con qué pagar estudios en un colegio”. Esto me causa una gran frustración y agudiza en mi esa odiosa sensación de sentirme pobre, sensación de la que con el tiempo tendré que desprenderme, cuando entienda que sentirse pobre es una de las más siniestras y mentirosas cadenas mentales que, con frecuencia, el medio en el que se nace y se crece — o uno mismo –, se encargan de crearnos para convertirnos luego en sus esclavos; cuando entienda que mi riqueza va más allá de poseer unos bienes materiales; que ésta se encuentra fundamentalmente en mi mente creadora, la que nadie me puede arrebatar.
Por lo pronto me dedico a trabajar, igual que mis hermanos mayores, en las tareas propias de la finca: ir a recolectar café o a desyerbar en el cafetal que papá José tiene en la Gulunga o en la otra parte de la finca, la de clima cálido, la más grande y productiva, en cuyo terreno las piedras del cascajo son verdaderas cuchillas que cortan mis manos cuando estoy desyerbando, trabajos por los que recibo un jornal de 3 pesos. Como soy el menor y el más inexperto (mis hermanos dicen que soy atembado),3 siempre se me pone de garitero;4 así que hacia las 11 de la mañana debo ir a la casa a recoger el almuerzo y el algo para llevarlos al lugar de trabajo. Entonces, mientras mi madre empaca los alimentos en el porta comidas, aprovecho para echarle una ojeada a algún libro que estoy leyendo o para colorear el mapa de algún lejano país, lo que hace que con frecuencia me demore más de lo razonable cumpliendo la obligación, con el consiguiente regaño de mi abuelo o de mi hermano mayor.
Hay, sin embargo, una vertiente del trabajo en la que creo estar descubriendo una fuente de enseñanzas sobre las que antes no había tomado conciencia, y que proviene de las mismas personas con las que comparto el trabajo de la recolección de café o de la desyerba; la encuentro en las largas conversaciones entre mi abuelo y los eventuales vecinos que, con frecuencia, comparten con nosotros estas labores o, simplemente, se cruzan en nuestro camino; uno de ellos me llama especialmente la atención: Marcos González. Escucharlo hablando con mi abuelo o con mi hermano mayor, me causa un gran placer, no solo por el buen sentido del humor con el que transcurren esas charlas, sino por la sabiduría que hay en las palabras de estos adultos. Una sabiduría natural, que parece brotar espontáneamente de su personalidad. Entonces comprendo que, además de la escuela y los libros, los seres humanos, especialmente los seres humanos buenos de la vida diaria, como mi abuelo, mi madre y vecinos como Marcos, son también fuentes con las que siempre podré estar en proceso de aprendizaje; fuentes que me muestran una cara del mundo de los adultos muy diferente a esa otra que tanto me asusta y que destruye mi esperanza.
Nota 1:
José Rúa fue el profesor (el maestro) pedagógicamente más estructurado y de quien recibí finalmente los conocimientos relativamente más avanzados, dentro de las limitaciones que eran de esperarse del sistema educativo de la época y los escasos recursos con los que contaba una escuela como la del San Gregorio de aquellos tiempos. Con este hombre, igual que para con la maestra Aura Viana, tengo una gran deuda de agradecimiento.
Nota 2:
Una de las más valiosas herencias que nos dejó mi padre, para mí especialmente, fueron sus libros. A pesar de ser él alguien con muy escasos niveles de estudio, como era lo usual en las gentes del campo de aquellos tiempos, de alguna manera se las ingenió para hacerse a varios libros, pues era un gran amante de la lectura. Libros como Los Viajes de Gulliver, el Médico de las locas, Historia de Jesucristo (prohibido por la Iglesia Católica), Los doce pares de Francia, muchos números de la revista Reader’s Digest, entre otros, fueron libros con las que aprendí a sentir amor por la lectura. Con el paso del tiempo y a través de diversos medios fui logrando adquirir otros que, sumados a los textos de la escuela, siguieron alimentando este gusto que tantas satisfacciones me ha dado en la vida.
Nota 3:
“Atembado” era una expresión muy usada en San Gregorio para decir que alguien era torpe, bruto o incapaz para hacer bien las cosas. Siempre cargué con ese “sambenito”, debido a mi propensión a poner mi mente a vagar, lo que me hacía lento en actividades como la recolección de café, errático en llevar el corte en el trabajo de desyerba y olvidadizo a la hora de cumplir con un encargo. Para un sistema de vida donde el trabajo material era básicamente el único medio de subsistencia, ser un “mal trabajador” era un estigma muy pesado de llevar y muy mal visto, especialmente por mi abuelo, quien siempre creyó que el estudio, o el trabajo intelectual, era algo casi que para vagos y perezosos. Para colmo de males, en el fondo yo también estaba convencido de lo mismo, así que siempre tuve que soportar una permanente lucha interna entre lo que se suponía que debía ser y lo que era en realidad mi tozuda naturaleza interna. Esto hizo también que durante mucho tiempo me acompañara un sentimiento de culpa que afectó mi autoestima, sentimiento que finalmente pude superar gracias a un gran esfuerzo y a la perseverancia.
Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir»
Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».
Entrega 3: «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»
Entrega 4: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro»
Entrega 5: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), Encuentro con el mundo de la religión»
Entrega 6: «Mis años en San Gregorio – Domingo en San Gregorio»
Entrega 7: «Los aprendizajes ya no son un juego–Comienza la escuela»
Entrega 8: «Mis años en San Gregorio – Música y leyendas»
Entrega 9: «Mis años en San Gregorio –El duelo de Cosiaca y el guapo del pueblo»
Entrega 10: «Mis años en San Gregorio –El rostro avieso de la muerte»
Entrega 11: «Mis años en San Gregorio – Violencia y política»
Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar