Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro
Entrega 15
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
Hay noches en las que todo se torna enigmático y sobrecogedor. El trino de las aves ha desaparecido y las voces de las personas han dado paso al silencio, dentro del cual el llamado lejano del currucutú, el ruido del ave nocturna que cruza, el croar de las ranas y el ulular del viento, parecen misteriosos e inquietantes. Momentos en los que hasta Billú y Nerón, los viejos perros de la finca, cambian su habitual ladrido por lastimeros y largos aullidos, y la densa oscuridad me impide ver la silueta recortada de las cordilleras del Citará, cuya visión en las noches despejadas a la luz de la luna y las estrellas suele llenar mi espíritu de bellas ensoñaciones. Noches eternas en las que desfila en toda su magnitud ante mi mente asustadiza esa inquietante dimensión del más allá, del mundo de lo desconocido, de lo invisible y de lo inmaterial, del que, según el sacerdote y los adultos con quienes comparto mi existencia, estamos rodeados y al que habré de acceder luego de cruzar, de la mano de la Muerte, el umbral que lo separa de la dimensión física; es algo que siempre me llena de una profunda ansiedad, porque siento, sin que pueda saber por qué, que corresponde a una visión de la realidad construida para llenarme temor.
En ese inquietante más allá se sitúa el espacio en el que, según el Catecismo del padre Gaspar Astete — cuyo texto nos hace memorizar mamá Julia en las frías mañanas mientras asa las arepas para el desayuno –, si bien existe el Cielo (lugar de eterna felicidad y bienestar), a donde va la gente que se porta bien según los preceptos de la Iglesia, existe también esa especie de océano de fuego denominado Infierno, a donde van los que no obedecen tales mandamientos, condenados a habitar allí ¡eternamente!; o si acaso, a ese otro lugar, también de fuego, llamado Purgatorio, a donde va por una temporada quien ha cometido infracciones no tan graves, no se sabe de cuántos años — ¿tal vez 100 o un poquito menos? –. Incluso para los niños recién nacidos que, por morir sin haber sido bautizados, no pueden ir al Cielo, pero que, por razones obvias, es imposible que hayan cometido pecado alguno, está reservado un lugar llamado Limbo, un estado indefinido en donde no se es infeliz, pero en el que tampoco existe la felicidad. Algo que, para mi mente infantil, resulta profundamente perturbador. Además de esta, ya de por sí, incierta perspectiva, se nos dice que estamos asediados por seres maléficos llamados demonios, cuyo jefe es un siniestro personaje llamado Satanás, que van por el mundo poniendo todo tipo de trampas para hacer caer en pecado a la gente (¡incluidos los niños como yo!) y, de esa forma, poder cargar con su alma para el Infierno cuando muera.
Desfilan por mi imaginación también otros personajes que, al parecer y según dicen los adultos, han quedado atrapados en una especie de zona intermedia entre el más allá y el mundo físico visible, que, por haber cometido algún pecado abominable, están condenados por algún poder desconocido a vagar indefinidamente por ríos y quebradas de oscuras y espesas selvas, aterrorizando con sus alaridos a la gente; entes horrendos que enloquecen a quienes osan seguir sus huellas e, incluso, seres monstruosos que devoran a los niños. Son, entre los más mencionados, la Madre Monte, la Pata Sola, la Llorona, el Mohán y esa especie de inquietos y diminutos seres llamados duendes, que se dedican a hacer bromas pesadas. Y, como si todo lo anterior no fuera suficiente, están los espantos, que son almas de personas que, por alguna razón, luego de morir, han quedado atrapadas en el entorno en el que vivieron: es el Ánima Sola que, atormentada, se le ve vagar en forma de una misteriosa y tenue luz en noches tenebrosas.
Hay otros seres que me llenan igualmente de incertidumbre y que, siendo humanos, han adquirido poderes inimaginables mediante un pacto con Satanás, para ganar dinero en el juego, tener muchas riquezas o ser invencibles en las peleas, así como también mujeres llamadas brujas que, mediante un pacto con ese mismo personaje, adquieren poderes que les permiten volar en las noches para ir a las casas a amargarle la vida a personas que, por alguna razón, han escogida para hacerlas sufrir y que, en ocasiones especiales, llevan a cabo danzas macabras alrededor del árbol solitario existente en el pequeño llano de la finca de los Restrepo, al lado del camino que conduce a la cordillera en donde comienza la inmensa e inquietante Gulunga; más de una persona de San Gregorio asegura haber observado desde el caserío las chispas de fuego que emanan de ese miedoso aquelarre al filo de la media noche de un viernes santo. La lista continúa con hechiceras y hechiceros, seres perversos que trabajan con un arte satánico llamado magia negra, el que usan para hacer daño y destruir poco a poco, física y mentalmente, a personas que, por alguna razón, han caído bajo su siniestro poder. Me pregunto si alguna vez podré llevar una existencia feliz viviendo en un mundo plagado de cosas tan pavorosas.
A este abrumador escenario de miedo queda asociada una experiencia que viene ahora a mi memoria, vivida en compañía de mi hermano Pedro, en una ocasión en la que debimos quedarnos cuidando la casa grande, la de dos pisos, en la que habitó en tiempos pasados una antigua familia, la de José Vélez, pero que ahora es la casa de los Restrepo. Fue un día en el que todos se fueron para San Gregorio para asistir al matrimonio de uno de los trabajadores de la finca; como se nos dijo que en las primeras horas de esa noche vendría un adulto (otro trabajador) a acompañarnos, nos sentimos relativamente tranquilos, algo que, de todas formas, no calmaba totalmente nuestra ansiedad, porque de esa casa emana una rara energía que intimida y en ella se escuchan, a decir de mi hermana Ofelia, ruidos extraños en las horas de la noche.
Al filo de la incipiente oscuridad, e impulsados más por el miedo que por el sueño, nos metimos a la cama sin pronunciar palabra, aunque con la expectativa de la pronta llegada de Ángel María, el así llamado trabajador esperado. Sin embargo, los minutos pasan y este señor no llega, lo que hace que el desasosiego sea cada vez más intenso. transcurren, tal vez, unas dos o tres largas horas. De pronto se escuchan ruidos de alguien que, aparentemente, ha llegado al primer piso de la vivienda. ¡Es Ángel María!, pensamos, mientras aguzamos nuestros oídos para escuchar con claridad. Oímos entonces la voz de un adulto, pero sin que pudiéramos entender lo que sea que haya dicho. El silencio vuelve a reinar mientras que nosotros contenemos la respiración. Luego de cosa de un minuto, de nuevo sentimos que en el corredor de la planta baja hay alguien y esta persona, quien quiera que sea, empieza a ascender al segundo piso. Podemos escuchar cada uno de sus pasos cuando hacen crujir los escalones de la vieja escalera de madera. Una vez arriba y ya frente a la pieza donde nos encontramos, los pasos se detienen. — ¿Ángel María? — Digo en voz alta esperando una respuesta, pero mi voz se pierde en el silencio. Transcurridos unos segundos, escuchamos de nuevo los pasos, esta vez alejándose. Pese a todo, sigo convencido de que se trata de la persona esperada, así que me levanto para verificarlo, solo para escuchar que el sonido de esos pasos da la vuelta al corredor y sale luego de la casa para perderse finalmente en el cafetal. Jamás supimos qué pasó ni la razón de lo que escuchamos. La persona esperada tampoco llegó esa noche.
Lo trágico de estas creencias es que, para mí, todas ellas, prácticamente sin excepción, forman parte de una misma realidad, mi propia realidad, de la que me siento prisionero y que me agobia, haciendo que la vida resulte, innecesariamente, triste y azarosa. Espero, sin embargo, que algún día pueda liberarme de estas ataduras que esclavizan y que, con el tiempo, con los recursos y conocimientos que habrá de darme la vida, podré desentrañar el origen, la naturaleza y razón de ser de la cosmovisión dentro de la cual estoy creciendo, luego de que haya logrado construir una visión de mi existencia coherente con una espiritualidad que me dé la paz que tanto anhela mi mente de niño. Algo en mi interior me dice que eso es posible.
Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir»
Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».
Entrega 3: «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»
Entrega 4: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro»
Entrega 5: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), Encuentro con el mundo de la religión»
Entrega 6: «Mis años en San Gregorio – Domingo en San Gregorio»
Entrega 7: «Los aprendizajes ya no son un juego–Comienza la escuela»
Entrega 8: «Mis años en San Gregorio – Música y leyendas»
Entrega 9: «Mis años en San Gregorio –El duelo de Cosiaca y el guapo del pueblo»
Entrega 10: «Mis años en San Gregorio –El rostro avieso de la muerte»
Entrega 11: «Mis años en San Gregorio – Violencia y política»
Entrega 12: «Mis años en San Gregorio – El aprendizaje no termina»
Entrega 13: «Mis años en San Gregorio – ¡Y llegó la navidad!»
Entrega 14: «Mis años en San Gregorio – ¡Oh, el amor!»
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar