Comparta esta noticia

Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro


Entrega 22

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

 Si algo acabo de aprender en esta experiencia que estoy comenzando a vivir en el seminario de Jericó, es que el ser humano tiene una capacidad de adaptación casi que infinita, sobre todo cuando los nuevos escenarios a los que hemos llegado obedecen a motivaciones emocionales que llevamos dentro y con las que hemos convivido siempre, muchas veces de manera inconsciente. Ya en este lugar y luego de unos días de incertidumbre, entablo relaciones con los demás chicos y, poco a poco, voy descubriendo en ellos a seres humanos que, igual que yo, tienen familias, dificultades, temores, pero también esperanzas y grandes expectativas. En los momentos de la noche después de la cena y antes de ir a las sesiones de estudio y lectura en un enorme salón, tenemos largas charlas sobre todo tipo de cosas, mientras caminamos por el gran patio que sirve de lugar de concentración para actividades lúdicas y deportivas, lo que me lleva a descubrir en mis compañeros interesantes cualidades de buenos conversadores y, sobre todo, de chicos con un sentido del buen humor tan grande que me deja impresionado, lo que es para mí motivo de gran regocijo.

Podría hablar de muchas cosas que enriquecen mi experiencia en el seminario y que hacen que los meses transcurridos aquí sean vividos con una intensidad y una vitalidad inimaginables, pero creo que esta etapa de la vida la puedo sintetizar alrededor de tres ejes:

Eje académico. Es, desde mi perspectiva, el eje principal alrededor del cual gravitan mis intereses en el seminario. Al fin y al cabo, mi sueño ha sido el estudio. Sin embargo, mi desempeño se ha empezado a ver afectado por el afloramiento de los evidentes vacíos dejados por la deficiente escolaridad de los años pasados, especialmente en los campos de la geometría, sistema decimal, operaciones con quebrados, más la falta de elementos para el aprendizaje de idiomas. Me asalta entonces un gran temor: ¿y si los esfuerzos de estudio hechos en los meses anteriores no me proporcionaron las bases suficientemente necesarias para entender las materias que ahora estoy viendo?

el novedoso universo de la academia

Jericó, seminario / Foto Myloview LUIS F. SALDARRIAGA

Por otra parte, vuelvo a sentir esa desagradable sensación de agobio ante un sistema de enseñanza en el que profesor y alumno interactúan dentro de una relación vertical de autoridad-obediencia, que se ve incrementada además por el hecho de que el docente es un sacerdote revestido de ese halo de inaccesibilidad e infalibilidad que le da la sotana, que lo convierte en un personaje lejano e inalcanzable. Una metodología de enseñanza en la que los conocimientos emanan de una autoridad (el profesor) para ser forzosamente aceptados por un receptor (el estudiante), sin que haya un clima de confianza suficiente (al menos para mí) para el adecuado despeje de dudas, retroalimentación, discusión, aporte de opiniones, contraargumentación e, inclusive, cuestionamiento y controversia. Esto me lleva a que, cuando no entiendo adecuadamente un concepto, no tenga la confianza suficiente como para pedir que se me amplíen las explicaciones hasta que el tema me quede totalmente claro, lo que me sitúa en una incómoda posición de desventaja ante los demás compañeros que, por lo visto, no tienen problema para encajar en esta modalidad de aprendizaje. Una preocupante percepción de aislamiento se apodera entonces de mí, no obstante que, a fuerza de no querer darme por vencido, poco a poco mi capacidad de comprensión va mejorando, aunque no con la velocidad que yo quisiera. Soy consciente de que me espera un duro trabajo.

Eje religioso. Este es el siguiente eje alrededor del cual — por fuerza — gira la estructura del sistema en el que me muevo en estos momentos. El seminario está hecho para chicos que, al menos en teoría, han decidido ser futuros sacerdotes, algo con lo que yo jamás he soñado. De hecho, me encuentro aquí porque quien me encarriló a hacerlo fue alguien que tiene vocación religiosa: Roberto Vélez. Pero, hasta el momento, la religión ha sido para mí más una imposición del medio social dentro del cual he crecido que el resultado de una opción libre y conscientemente tomada, la que, por lo demás, me ha sido entregada a través de una especie de recetario de preceptos (catecismo del padre Gaspar Astete), los cuales debo memorizar y aceptar forzosamente, sin derecho a cuestionar, no solamente porque así me lo exigen las costumbres, sino además porque carezco de las herramientas intelectuales para asumirlas con un sentido crítico y analítico.

Ahora, sin embargo, me encuentro embarcado en un ambiente en donde se parte del supuesto de que soy (o debería ser) un creyente convencido, y sobre esa premisa está montada la estructura ideológica de la que estoy rodeado: instalaciones físicas, horarios de oración diarios al comenzar y terminar el día; oraciones en los momentos de tomar los alimentos; actos religiosos especiales los domingos o días festivos; conferencias sistemáticamente dispuestas y diseñadas para acondicionar mi mente a las ideas religiosas propias de la Iglesia Católica; confesión ante un sacerdote de los actos que, según la moral religiosa, son pecado, a través del ritual individual de la confesión que se lleva a cabo en la capilla, el espacio en donde finalmente converge toda esta especie de superestructura teológica. La gran pregunta en estos momentos es, por lo tanto, cómo desenvolverme dentro de una forma de pensar basada en una concepción de la vida de la que estoy tan lejos de tener una plena comprensión y, sobre todo, tan lejos de haberla adoptado libremente como propia y como razón de ser de mi existencia. Por lo pronto, no tengo respuesta para esa pregunta.

Algo, sin embargo, me dice que dentro de todo este complejo andamiaje de pensamiento subyacen unos valores que, por sí mismos, tienen una gran importancia para la vida de todo ser humano: el amor al prójimo, la solidaridad, la justicia, el respeto por los demás, la defensa del más débil, la importancia del perdón y la seguridad de que algo hay dentro de cada uno de nosotros que nos hace pensar en que la existencia tiene que tener una dimensión de trascendencia, así no la estemos viendo. Encuentro igualmente que los libros de los evangelios y la figura de ese personaje llamado Jesucristo que les da su razón de ser, están impregnados de estos valores. Un Jesucristo del que el rector del seminario, padre Baena, cuya pequeña estatura física contrasta con la magnitud de su personalidad, dijo alguna vez que “siempre triunfaría en nosotros”, una frase que no he olvidado desde entonces.  Será un frente de mi vida sobre el que habré de reflexionar mucho para encontrar su coherencia con la cosmovisión que logre construir a medida que madure.

Eje cultural. Este eje ha resultado ser el generador de mis motivaciones más agradables. Lo sitúo a su vez en dos vertientes, la primera de las cuales es la música, más específicamente, la música clásica, si bien y para ser sincero, inicialmente esta clase de melodías me pareció muy difícil de asimilar. Y es que, para alguien como yo, acostumbrado a la música folclórica colombiana, el bolero y el tango, y a la música de despecho y parrandera, las sinfonías resultaron ser inicialmente algo profundamente aburridor y desesperantemente muerto. Pero esta dimensión de la cultura a cargo de un sacerdote de nombre Sergio (ignoro el apellido) es algo que – igual que la religión –impregna, literalmente, todo el ambiente del seminario. Así, por ejemplo, a las 5 de la mañana despertamos al suave murmullo del Ave María de Franz Schubert, una melodía que parece entrar a lo más profundo para impregnar todo mi ser. De igual forma, en los momentos de estudio el recinto está ambientado con sinfonías de diversos autores clásicos, especialmente alemanes y rusos; lo mismo sucede en algunos días a la hora del almuerzo. Todo lo anterior acompañado de constantes referencias y charlas sobre la naturaleza de la música culta, su estructura y, sobre todo, su historia y mensaje. La fuerza de esta música, pues, termina por conquistar mi espíritu, hasta el punto de que unas semanas antes de retirarme del seminario, el padre Sergio me invitó a formar parte de una especie de círculo selecto compuesto especialmente por estudiantes de los últimos grados de bachillerato, llamado algo así como el “Círculo Mozart”, dedicado a degustar la música clásica con una mirada crítica. Ignoro por qué este sacerdote me seleccionó para formar parte de este grupo de muchachos, pero fue un honor imposible de rechazar.

La otra vertiente es la de la lectura. Siempre me han gustado los libros, es algo que llevo por instinto. Así que, para alguien como yo, tener a su disposición una biblioteca como la del seminario es un verdadero don bajado del cielo. He podido entonces leer varias obras, entre las que tengo presente la novela Miguel Strogoff, escrita por Julio Verne, y una biografía de Ludwig van Beethoven, la que desafortunadamente no pude terminar de leer.

Porque un día todo terminó abruptamente. Aquella tarde regresando de las canchas de fútbol, en el descanso después del almuerzo y de camino al dormitorio, me topé con el ecónomo, quien, con la mayor naturalidad del mundo, me dijo: usted se tiene que ir. ¡Me quedé de una pieza! Solo atiné a decir: ¿y por qué? Porque lleva ya casi tres meses sin pagar la pensión, me respondió con una frialdad que me dejó aturdido. ¡Claro!, el poco dinero que teníamos y algo de ayuda económica de Roberto, solo habían alcanzado para pagar escasamente la pensión y los gastos personales de los primeros meses, aunque yo esperaba que al ir en las vacaciones a casa algo haría para ponerme al día en los pagos. Pero es posible que las arcas del seminario ya no dieran para más espera. Así que, a la mañana siguiente, luego de medianamente haberme despedido de algunos de mis compañeros más cercanos (no hubo tiempo para hacerlo con los profesores) y luego de empacar mis escasos bártulos, salí para siempre del seminario.

De esta forma terminó mi experiencia en Jericó, la que, sin embargo y paradójicamente, fue el punto de partida de un nuevo proyecto de vida. Pero esa es otra historia.

Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir»

Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».

Entrega 3:  «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»

Entrega 4:  «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro»

Entrega 5:  «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), Encuentro con el mundo de la religión»

Entrega 6: «Mis años en San Gregorio – Domingo en San Gregorio» 

Entrega 7: «Los aprendizajes ya no son un juego–Comienza la escuela»

Entrega 8: «Mis años en San Gregorio – Música y leyendas»

Entrega 9: «Mis años en San Gregorio –El duelo de Cosiaca y el guapo del pueblo»

Entrega 10: «Mis años en San Gregorio –El rostro avieso de la muerte»

Entrega 11: «Mis años en San Gregorio – Violencia y política»

Entrega 12: «Mis años en San Gregorio – El aprendizaje no termina»

Entrega 13: «Mis años en San Gregorio – ¡Y llegó la navidad!»

Entrega 14: «Mis años en San Gregorio – ¡Oh, el amor!»

Entrega 15: «Mis años en San Gregorio: El inquietante mundo de lo invisible – Miedos que agobian»

Entrega 16: «Mis años en San Gregorio – Una lección de valentía»

Entrega 17: «Mis años en San Gregorio – ¡Están atacando a San Gregorio!»

Entrega 18: «Mis años en San Gregorio – ¡Sombras en la noche!»

Entrega 19: «Mis años en San Gregorio – Lejos del nido»

Entrega 20:«Mis años en San Gregorio – Laberinto del miedo»

Entrega 21:«Mis años en San Gregorio – Una voz amiga cambia mi destino»

 

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar
Comentarios
Comparta esta noticia