Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro
Entrega 20
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
Parte muy importante del reino de mis sueños tiene que ver con sociedades en las que las gentes conviven de manera armoniosa, en donde problemas como la injusticia, la violencia y la pobreza no existen, y en las que las personas tienen los medios para trabajar y estudiar en ambientes amigables. En ese mundo soñado las necesidades están atendidas y los seres humanos pueden vivir sin preocupaciones y sin angustias. Sin embargo, reconozco que en esta especie de paraíso hay un gran vacío: el del cómo hacen esas gentes imaginarias para disponer de los mecanismos de convivencia que les permiten alcanzar tales niveles de felicidad. Pocas veces me he puesto en la tarea de pensar en que para que ello sea posible debe haber un sistema, una organización social que pueda garantizar ese ideal, y una de las razones es que carezco de los elementos intelectuales para hacer esa clase de consideraciones. La escuela en ese aspecto no me ha aportado herramientas de pensamiento, de análisis o criterios suficientes para un ejercicio de esa naturaleza. Por consiguiente, ese mundo soñado es uno en el que falta algo, algo que con el tiempo he empezado a vislumbrar, aunque de una forma tal vez muy confusa e, inclusive, profundamente negativa: la política.
Mis primeras experiencias acerca de la política (ya lo he dicho) están, irremediablemente, asociadas a esa realidad tan amarga que es la violencia, ligadas de igual forma a otros conceptos también detestables, como son el odio, la intolerancia, el fanatismo, la injusticia o esa forma tan estúpida de concebir la vida como una fatal dicotomía entre dos extremos opuestos que se excluyen mutuamente y que sirve como excusa a los adultos para segregarse, satanizarse e, inclusive, matarse mutuamente. Los hechos que estoy viviendo de un tiempo a esta parte no hacen más que corroborar esa desoladora realidad; realidad que es la forma como, en general, he visto que se vive la política. Es dentro de este estado de ánimo en el que llega a mi vida lo que para mí es algo así como un nuevo capítulo de mi experiencia con la política.
Porque estamos en el 1962 (cerca de mis 15 años de edad) y encuentro que por todas partes no se habla de otra cosa que no sea de las elecciones de presidente. Pero esta especie de efervescencia que se manifiesta a través de carteles pegados en las paredes de las casas y kilométricos discursos patrioteros en la radio, transcurre dentro de un clima perturbador – rezagos de una época aciaga no tan lejana, llamada la Violencia — en el que liberales y conservadores no tienen la capacidad mental suficiente para debatir sobre sus propias convicciones partidistas sin que ello termine en una confrontación, en una pérdida de la amistad o hasta en enfrentamientos con consecuencias imprevisibles. Una forma de vivir en la que ser conservador o ser liberal no es el resultado de una opción ideológica consciente y libremente asumida, basada en la reflexión y en una adecuada información, sino una herencia maldita que se carga fatalmente sobre los hombros, consecuencia casi siempre de una tradición familiar, de haber nacido en un determinado pueblo o vereda o de la imposición del medio social dentro del cual se vive. Algo así como un lastre infame por el cual los adultos se odian; por el que la vida misma, la de ellos o la de los demás, termina no valiendo nada.
Pero hay otra realidad sobre la que oigo hablar cada vez con mayor frecuencia, que siento que nos arrastra sin que podamos hacer algo para evitarlo: es la que tiene que ver con la extraña forma como se relacionan los países en el mundo; un escenario sobre el que hasta ahora empiezo a tomar conciencia debido a las cosas que oigo en la radio y que veo en las películas que proyecta el padre López los domingos por la tarde, aunque algo había leído, sin lograr entenderlo, en las viejas revistas del Reader’s Digest que dejó mi padre. Entonces, una inquietante palabra empieza a tomar — de la manera más abrumadora que jamás hubiera podido pensar – una dimensión cada vez más avasalladora: ¡la Guerra! ¿Qué significa realmente eso?
Hasta ahora la palabra guerra no era para mí otra cosa que las “gestas de la Independencia para liberarnos del yugo español”, llevadas a cabo por unos héroes y heroínas de los que habla el profesor en la escuela y que leo en la cartilla de Historia Patria (que debemos memorizar), según la cual unos legendarios e invencibles patriotas, impolutos padres de la Patria “nos dieron la libertad”. Una especie de cuento romántico de un lejano pasado, de seres extraordinarios que llevaban hermosos vestidos de colores de los que colgaban doradas charreteras, con coronas de laureles lanzadas sobre soldados victoriosos, briosos caballos, patrióticos cantos, emotivas poesías y rígidas estatuas. ¡Pero cuán lejos he estado del verdadero significado de esa palabra! Porque La guerra, en realidad, es familias y cuerpos destrozados, ciudades y países destruidos y armas capaces de acabar en unas horas con la vida misma del mundo, incluida la nuestra, cuando a unos señores muy poderosos — que no saben ni siquiera cómo vivimos ni cómo pensamos aquí en San Gregorio, y a los que tampoco les importa si estamos o no de acuerdo – les parezca que hay que lanzarlas sobre las cabezas de las gentes.
Así y de un momento a otro, me encuentro con que yo — con todo lo que me rodea — estoy involucrado, sin saber por qué razón, en una especie de laberinto sin salida que es la confrontación entre dos visiones políticas del mundo, llamadas Comunismo y Capitalismo. La radio se encarga, todos los días, de repetir las consignas: Comunismo es pérdida de la libertad y de la propiedad privada; niños arrancados de sus padres para ser llevados a sitios especiales para ser adoctrinados por el Estado; ausencia de libertad de pensamiento y de cultos; persecución, prisión, incluso la muerte para quien no esté de acuerdo con ese sistema de gobierno. Dicen en la radio que ya eso está pasando en un país de América que llamado Cuba, en donde un señor barbudo llamado Fidel Castro impuso ese sistema de gobierno, y que en Colombia hay grupos de personas que quieren hacer lo mismo, incluso utilizando la violencia para ello.
Pero – nos lo repiten también en la radio — hay un país capaz de protegernos de ese peligro y ese país se llama Estados Unidos, asiento de la libertad y cuya prosperidad y riqueza (dicen) es la muestra de que el Capitalismo es el único sistema de gobierno capaz de producir la felicidad en los humanos, aunque para nosotros en Colombia la idea de una prosperidad como esa no sea más que una especie utopía fuera de nuestro alcance. Entonces, una horrible realidad empieza a tomar forma, como un fantasma que durante toda mi vida ha estado agazapado en las sombras, oculto ante mis ojos y sobre la que solo hasta ahora me empiezo a percatar: la de que somos un país atrasado y dependiente, en el que estamos atrapados por un miedo que paraliza: miedo al Comunismo, alimentado sistemáticamente por la radio y los discursos de unos señores que llaman políticos; miedo a los adultos que, empujados a la vez por el círculo vicioso de injusticias sociales, de injusticias políticas y por otras nefastas herencias del pasado, a la manera de fuentes tenebrosas de las que se alimenta ese animal rabioso llamado odio, han optado también por la violencia como una forma de vida, de la que han terminado por convertirse en sus esclavos.
No obstante, el mundo de mi imaginación me dice que Política tiene que ser algo diferente; que ésta debería ser una forma de convivencia que permite crear las condiciones para lograr una forma racional de vivir, en donde las diferentes maneras de pensar no son una excusa para excluirse sino una fuente de crecimiento humano, y en donde una persona como yo — o cualquier otro niño –, sin más recursos que el deseo de lograr sus propios sueños, puede encontrar el camino para hacerlos realidad. Sin odios, sin violencia, sin fanatismos, pero, sobre todo, libre del fantasma del miedo.
Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir»
Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».
Entrega 3: «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»
Entrega 4: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro»
Entrega 5: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), Encuentro con el mundo de la religión»
Entrega 6: «Mis años en San Gregorio – Domingo en San Gregorio»
Entrega 7: «Los aprendizajes ya no son un juego–Comienza la escuela»
Entrega 8: «Mis años en San Gregorio – Música y leyendas»
Entrega 9: «Mis años en San Gregorio –El duelo de Cosiaca y el guapo del pueblo»
Entrega 10: «Mis años en San Gregorio –El rostro avieso de la muerte»
Entrega 11: «Mis años en San Gregorio – Violencia y política»
Entrega 12: «Mis años en San Gregorio – El aprendizaje no termina»
Entrega 13: «Mis años en San Gregorio – ¡Y llegó la navidad!»
Entrega 14: «Mis años en San Gregorio – ¡Oh, el amor!»
Entrega 15: «Mis años en San Gregorio: El inquietante mundo de lo invisible – Miedos que agobian»
Entrega 16: «Mis años en San Gregorio – Una lección de valentía»
Entrega 17: «Mis años en San Gregorio – ¡Están atacando a San Gregorio!»
Entrega 18: «Mis años en San Gregorio – ¡Sombras en la noche!»
Entrega 19: «Mis años en San Gregorio – Lejos del nido»
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar