Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro
Entrega 8
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
Para estos momentos llevo ya alrededor de un año asistiendo a clases en una escuela para varones, diferente a aquella en la que inicié mi estudio con la profesora Aura: una antigua casona construida con tablones de madera ubicada a la orilla del camino que lleva a Cristo Rey. Estoy en el primer grado y he tenido ya dos sucesivos profesores. El primero de ellos fue un señor de nombre Guillermo González, amante de los caballos, de mentalidad militarista y machista. Cuando este hombre llamaba a lista uno debía responder ¡firme! “Eso de responder presente es para niñas”, decía. El profesor que tengo en estos momentos se llama Javier Sánchez, de quien es muy poco lo que tengo que decir. La vida de mi hermano y yo transcurre ahora en un ir diariamente a la escuela y los domingos a la iglesia, a la misa — con comunión obligatoria incluida — que celebra en estos momentos un nuevo sacerdote, el padre Pedro Nel Ramírez; todos en fila muy ordenada, con uniforme de pantalón azul, camisa blanca, zapatos negros y la cabeza cubierta con un gorro de tela también de color azul, semejante al que llevan los policías.
Nuestra convivencia familiar y el lugar donde vivimos ha tenido algunos cambios importantes. Mis hermanos mayores han terminado sus clases en la escuela y están dedicados ya a los trabajos de la finca con mi abuelo, en el caso de Fáber, y a ayudar a mi madre en los quehaceres de la casa, en el caso de Ligia1. Mi hermana mayor, Ofelia, una chica de 14 años, ha contraído matrimonio con Pablo Restrepo, un joven de unos 24 o 25 años que, con sus hermanos Benito, Bautista (Tista), Guillermo y Claudio, se ha establecido en la casa grande de arriba, la que fuera de la familia Vélez y que ahora es, por tanto, también el hogar de esta hermana mía, por la que siento un cariño muy especial. Ella ha sido algo así como la segunda madre para los más pequeños, cuando mamá Julia tiene que ausentarse.
Somos ahora tres familias, cuyo centro de gravedad gira alrededor de la casa de los abuelos: papá José, un hombre de recia personalidad, trabajador incansable y de una sola palabra. Sus decisiones son fallos inapelables y su relación con mis hermanos y conmigo es fría y distante, aunque con mi madre suele tener largas y agradables conversaciones, que escucho siempre con un gran interés. Pese a todo, siento por él, además de un natural gran respeto, una enorme admiración. Cuando alguien que no nos conoce nos pregunta quiénes somos, mis hermanos y yo respondemos: “somos nietos de José Zapata” y eso nos llena de orgullo. Mi abuela María Muñoz, mamá María, es una mujer de pequeña estatura, en cuyas mejillas se dibuja una especie de rosa a cada lado, lo cual le da a su blanco rostro y cabellera gris una extraña y singular belleza. Como la inmensa mayoría de las mujeres casadas, incluida ahora mi hermana y probablemente mi madre con respecto a mi padre, su relación con mi abuelo se caracteriza por un profundo machismo del que la sumisión es apenas su característica más visible, algo que parece ser la norma en casi todas las familias, incluidos los hijos con respecto a sus padres (en nuestro caso, con respecto a papá José), aunque ocasionalmente mi abuela tiene sus estallidos de ira que hacen tambalear hasta el mismo abuelo. Mamá María se caracteriza por sus explosiones emocionales, sus creencias religiosas profundamente arraigadas a las que se apega con un primitivismo que escapa a toda lógica, por ser poseedora de una gran sensibilidad y generosidad humanas y por tener una habilidad, casi que artística, para hacer deliciosas comidas: su arroz seco con carne molida y tajadas de plátano maduro son una delicia inigualable; mención aparte merece su hojaldre, la que prepara solo cuando las condiciones de día, hora, clima, temperatura, estado emocional, fase de la luna y hasta el favor de las ánimas, están convenientemente alineadas. Con razón este es un manjar que parece caído del cielo. Con ellos vive Merceditas, la hermana menor de mamá Julia, una alegre y extrovertida chica de unos 18 años — la ñaña2 de los abuelos, dice mamá — que con frecuencia entona, igual que mi madre, bellas y románticas canciones.
La casa de los abuelos es ahora el sitio de largas y agradables veladas de las tres familias, en las que la música salida de las voces, la guitarra y el tiple (instrumentos que por primera vez puedo conocer) de Guillermo y Pablo, más la bandola a cargo de Ángel María Silva, uno de los trabajadores de la finca, son las delicias de todos nosotros, especialmente para mí. Guillermo en la guitarra y pablo con el tiple, conforman un dúo musical de gran belleza. Por vez primera tengo la oportunidad de escuchar, en primera fila, un tipo de canciones diferente a las que suelo escuchar en las cantinas de San Gregorio. Temas colombianos como pasillos, bambucos y guabinas, así como románticos pasillos ecuatorianos, tonadas chilenas u ocasionales melodías guaraníes, son parte de ese repertorio musical que me embelesa y me llena de romanticismo. Las melodías colombianas son especialmente agradables, porque sus temas son generalmente las montañas, el campesino y sus poéticos bohíos, el arado y los cafetales; los ríos, las aves, las flores y la belleza de las mujeres. Temas con los que todos estamos muy familiarizados y que forman parte de la vida diaria. Las sesiones musicales vividas dentro de esta familia extendida son momentos de profunda emoción.
Pero las reuniones familiares tienen otra faceta: la de los cuentos y leyendas, arte para el cual Pablo es también un verdadero maestro, ocasionalmente con la participación de algún trabajador venido de uno de nuestros pueblos vecinos o del Chocó. En estas reuniones la noche, a la luz de una vela o de una lámpara caperuza que corta levemente la oscuridad y proyecta nuestras sombras, negras y largas, sobre la blanca pared, se convierte en el escenario por el que desfilan seres legendarios que en días muy lejanos fueron el terror, el espanto y hasta la admiración de colonizadores encerrados en profundas y oscuras selvas, pobladas de fieras, serpientes venenosas y míticos personajes como la Llorona, la Pata Sola, la Madre Monte y el Mohán, más las ánimas en pena de personas que, a su muerte, dejaron fortunas (generalmente en monedas esterlinas de oro) escondidas en algún lugar, y que luego erraban atormentadas, en forma de una pequeña luz, por montañas y oscuras quebradas, con la esperanza de que un cazador de tesoros descubriese algún día el entierro y lo rescatara, para poder así descansar en paz; y, claro, el Demonio, siempre al acecho de colonos desprevenidos para hacerlos caer en la trampa del pecado, y luego, una vez muertos, poder cargar con sus almas para el Infierno. Relatos como el de aquel hombre que decidió salir a cazar pavas en un día de Jueves Santo (día de guarda en el que no se podía hacer actividad alguna distinta a la de ir a la iglesia), al que se le apareció un anciano de aspecto inofensivo para pedirle que lo sacara a cuestas de ese monte oscuro en el que se encontraba perdido, pero que, ya en sus hombros, se transformó en una monstruosa ave negra con alas de murciélago, de cuyas manos, largas y huesudas, brotaron enormes garras que enterró en su pecho para llevárselo por los aires a un sitio del que no volvió jamás; o el del individuo que, con su esposa, se internó en lo profundo de una de aquellas salvajes montañas, a varias jornadas de camino del poblado más cercano, durante mucho tiempo, y que fue presa de la locura y del terror cuando su compañera, poseída por el demonio por haber dejado de ir a la iglesia, lo persiguió durante horas interminables por caminos tortuosos, en medio de una noche tempestuosa, para llevárselo consigo al tenebroso reino de Satanás; o el de la inquietante historia de la barbacoa que, transportada por misteriosas sombras cuyos pasos se escuchaban al filo de la media noche en desoladas calles, era el terror de los habitantes de un lejano pueblo. Son narraciones que, escuchadas por nosotros en profundo silencio, producen en mi espíritu un curioso sentimiento de terrorífica fascinación.
Pero hay también otro tipo de relatos cuyos personajes son animales, como el conejo, la zorra, el león o la serpiente, en los que unos salen airosos de situaciones difíciles y complicadas, gracias a su astucia, con la que se aprovechan de la ingenuidad de otros. O seres humanos dotados de fuerza descomunal, con nombres tales como Pedro Rimales y Juan Sin Miedo, invencibles en el manejo de la peinilla2, o que poseen habilidades inverosímiles para salir victoriosos en cualquier situación complicada, ganarle la pelea al guapo del pueblo con una caña3 echada a tiempo, salvarse del rezo que le hiciera la hechicera que lo quería enyerbar para atraparlo, y hasta ganarle en el juego de los dados a un extraño forastero que al final resulta ser el mismo Satanás. El más ingenioso de estos es un tal José García, al que le dicen Cosiaca, del que me ocuparé más adelante.
Con enorme sorpresa descubro que papá José es también un excelente narrador de historias pasadas, muchas de ellas relacionadas con sus años de infancia y juventud. Es curioso ver que este hombre tan serio, tan frío y tan distante, fue también alguna vez un chico travieso y un joven que vivió aventuras impensables en algún lugar de Concordia, donde nació allá por el año de 1900 y donde pasó los primeros años de su vida.
Terminadas estos deliciosos momentos, es hora de volver a casa a tratar de dormir, algo bien difícil después de haber escuchado semejantes historias; pero entonces la imaginación viene, como siempre, en mi auxilio y, navegando por mis propios mundos imaginarios, logro conciliar el sueño.
Nota 1.
Ya por estos tiempos mi hermana Ligia, de entre 12 y 13 años, empezaba a mostrar síntomas preocupantes de una rara enfermedad que hacía ver su piel de un color extrañamente morado. Dada las limitaciones económicas de nuestra madre y la ausencia de servicios médicos con los recursos para tratar este tipo de males, la situación de mi hermana se fue agravando, sin que ni las manos milagros de la señorita Tulia pudieran hacer algo. Finalmente, la misma Tulia aconsejó llevarla al hospital de Bolívar, pero ya era muy tarde. A los pocos días murió, sin que ninguno de nosotros, ni siquiera mi madre, pudiera acompañarla en sus exequias. Tantas eran nuestras limitaciones económicas. La muerte de mi hermana, siendo aun una niña, fue un duro golpe del que duramos mucho tiempo para recuperarnos.
Nota 2.
“Ñaña” es una expresión muy usada en aquellos tiempos, para indicar que uno de los hijos o de las hijas de la familia gozaba del cariño de sus padres de una manera especial.
Nota 3.
La “peinilla” es el nombra que en el Antioquia de aquellos tiempos se le daba al machete, que se utiliza aun hoy en el campo como herramienta de trabajo, pero que también se usaba como arma en una confrontación. Era muy común que las peinillas se usaran por la parte plana para golpear al adversario y a eso se le llamaba “dar planazos” o “planchar”. Esta herramienta generalmente va enfundada en una cubierta de cuero adornada con ramales, cuya cantidad, en aquellos tiempos, era además un signo de estatus para quien la portaba.
Nota 4.
“Cañar” o “echar una caña”, es una expresión que se usa en el juego del póker, y consiste en lanzar una mentira para hacerle creer al adversario que uno tiene un juego muy bueno y hacerlo cometer errores. En las narraciones de los antiguos, “echar una caña” en un duelo era hacerle creer al contrincante que uno ya tenía ganada la pelea, con el fin de desanimarlo y hasta lograr que se acobardara y desistiera, quedando el mentiroso bien parado sin necesidad de exponerse.
Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir».
Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».
Entrega 3: «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»
Entrega 4: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro»
Entrega 5: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), Encuentro con el mundo de la religión»
Entrega 6: «Mis años en San Gregorio – Domingo en San Gregorio»
Entrega 7: «Los aprendizajes ya no son un juego–Comienza la escuela»
Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar