Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro
Entrega 18
Para estos momentos, las cosas en mi familia han cambiado mucho. La casa inquietante de dos pisos de los Restrepo ha sido demolida y sustituida por una nueva de un solo piso, ubicada en un sitio con un panorama privilegiado, pero mi hermana Ofelia y mi cuñado Pablo han emigrado a un pueblo del departamento de Caldas llamado Belén de Umbría. José Manuel, el tío que ocupaban la casa de abajo cerca de la cañada, ha emigrado también a Bolívar y mis abuelos se han ido a vivir allí, mientras que nosotros ocupamos ahora la de ellos; mi hermano Fáber, quien lleva ya un tiempo casado, vive en la que había sido hasta ahora nuestro hogar: la casa de los jardines. Como mi hermana Ligia hace ya unos tres años que murió, ahora en casa, además de mamá Julia, solo quedamos mis hermanas pequeñas, Maruja y Julieta, mi hermano Pedro y yo. Pero el cambio más sensible a lo largo de estos últimos años se ha dado en el clima emocional, puesto que con el tiempo la situación de ansiedad y temor se ha ido acentuando profundamente. En el cafetal de la Gulunga, las jornadas diarias de trabajo transcurren con una lentitud desesperante bajo el cerrado manto de niebla que solo empieza a disiparse hacia las 10 u 11 de la mañana; sobre el ambiente, pesa un espeso silencio que es roto solamente por el canto lastimero de un ave desconocida, cuyo trino no hace más que aumentar esta insoportable sensación de soledad y ansiedad, ansiedad que aumenta además cuando, al llegar a casa de regreso del trabajo en las horas de la tarde, escuchamos los comentarios de mamá sobre nuevas noticias trágicas. La noche que comienza está cargada de ominosos presagios, solo mitigados un poco cuando, ya en el ocaso, hay amenaza de lluvia, porque pienso que los asesinos que nos pueden hacer daño no vendrán en esta ocasión porque no querrán mojarse.
Pero esta noche, sin embargo, el estado de ansiedad y zozobra habrá de alcanzar el clímax más inesperado e insoportable que jamás hubiera podido imaginar. Duermo en una pieza separada de las demás por una pared, así que no tengo comunicación visual con quienes duermen en las otras dos alcobas, aunque sí comunicación auditiva, lo que me permite seguir las oraciones del Rosario, la última actividad del día antes de entregarnos al incierto descanso del sueño.
De repente, una visión sobrecogedora que congela la sangre en mis venas me llena de terror: unas sombras, largas y silenciosas, que se filtran por debajo de la ranura de la puerta que da al corredor, proyectadas por la luz de las bombillas externas, van desfilando, una a una. Son unas cinco, seis o tal vez más. El momento fatídico de la muerte al que tanto miedo le he tenido es ahora y para mi imaginación una espantosa realidad. ¡Siempre me había preguntado qué se sentiría en ese instante y cómo se daría ese proceso! Los relatos de los adultos y las noticias de la radio sobre casos en los que personas extrañas llegan en las horas de la noche a una casa exigiendo a sus habitantes que salgan o derribando las puertas a patadas, para proceder luego a asesinar al jefe de la familia, a veces también a los hermanos mayores y, en algunas ocasiones, incluso a todo el grupo familiar, son en estos momentos un escenario real. ¿Quiénes serán esas personas? ¿Qué oscuros pensamientos cruzarán por sus mentes en los momentos en los que están ejecutando el acto de asesinar a alguien en estado de indefensión? ¿Pensarán sobre la tragedia en la que dejan sumida a la familia de la víctima? O, tal vez, ellos a su vez fueron alguna vez víctimas de una tragedia similar en su familia y, de alguna forma, han quedado atrapados en un torbellino de odio que los tiene encadenados a un pasado del que no encuentran el camino de salida. Pensamientos oscuros como estos me atormentan en este momento: ¡la tragedia tan temida está a punto de comenzar!
Dado que no me puedo comunicar con mi mamá y mis hermanos, no hay posibilidades (ni tengo alientos) para hacerles saber que allá afuera hay gente extraña, así que, luego de terminada la oración, ellos charlan desprevenidamente, ajenos totalmente a lo que está sucediendo, mientras que yo me derrito de angustia. Es curioso ver cómo nuestra privacidad resulta tan vulnerable en un momento como este, sin que seamos conscientes de ello. Mi mamá y mis hermanos hablan desprevenidamente sin saber que ahí, a solo unos pasos de distancia, unas personas, tal vez muy malas — cuyas sombras sigo viendo cuando se mueven de un lado para el otro — los están escuchando. Finalmente, uno a uno, mi familia va quedando dormida. ¡Pero no pasa nada! ¿Se tratará más bien de soldados que vienen a tomarse un descanso? Imposible saberlo.
¡De pronto, despierto sobresaltado! Por debajo de la puerta se filtra la luz de la mañana y escucho a los de la casa ya levantados haciendo los preparativos para iniciar los trabajos del día. A pesar del terror que sentía y sin haberme dado cuenta a qué hora, el sueño había acabado por vencerme a mí también; un sueño cargado de pesadillas sobre cosas inimaginables. Ahora, ya despierto, les cuento a mi madre y a mis hermanos lo que pasó, pero ellos nada vieron, nada sintieron.
Las marcas de esos días de angustia, desesperanza y zozobra me siguen atormentando, y cada vez que ocurre un suceso de violencia, las heridas que llevo aun sin cicatrizar vuelven a revivir como si fuera aquella primera vez, cuando a mi compañero de escuela se lo llevó violentamente la muerte, pero ahora con la conciencia de que somos familias abandonadas y desprotegidas, a merced de seres desconocidos que tienen el poder de decidir si morimos ya o podemos vivir un poco más. Las autoridades, desde mi perspectiva, pertenecen a un mundo distante, en manos de personajes de los que escasamente conocemos el nombre, en el caso del gobernador de Antioquia, y eso porque de él se habla en las noticias; del alcalde ni siquiera sé su nombre, ni menos aún lo he visto personalmente; el inspector y los policías son forasteros que (con algunas excepciones), luego de pasar algún tiempo en el corregimiento, son reemplazados por nuevos funcionarios, sin que hayan logrado establecer lazos significativos de convivencia, ni se hayan involucrado personalmente con nuestros problemas, nuestras necesidades y nuestras esperanzas. De esta forma, la autoridad en la práctica termina concentrada en manos del cura párroco, con quien, al menos, tenemos contacto cada ocho días, y quien decide desde el púlpito y el confesionario sobre lo que es bueno y sobre lo que es malo en materia de comportamiento de las personas.
Ante esta realidad, la única forma como logro aquietar mi espíritu la obtengo con mi capacidad para construir mundos imaginarios en los que los humanos se pueden relacionar sin hacerse daño mutuamente; mundos en los que las cosas bonitas, como la música, los conocimientos, el amor y la capacidad para entendernos, son parte normal de la vida diaria. Algo en mi sentido común me dice que eso es perfectamente posible.
Nota
Varios años después, pasando unos días en una finca de Río Negro, me tocó compartir dormitorio con un compañero a quien le sorprendió ver que, tarde de la noche, estando ya dormido, me incorporara sobre la cama y mirara por debajo de la puerta. Le conté, entonces, que eso era, posiblemente, el rezago de la miedosa experiencia de esa noche. Cosas como esta me han llevado a reforzar mi convicción de que La violencia, esa estúpida forma que tienen algunos seres humanos de resolver los conflictos de convivencia, es la prueba más grande del fracaso de la inteligencia humana.
Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir»
Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».
Entrega 3: «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»
Entrega 4: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro»
Entrega 5: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), Encuentro con el mundo de la religión»
Entrega 6: «Mis años en San Gregorio – Domingo en San Gregorio»
Entrega 7: «Los aprendizajes ya no son un juego–Comienza la escuela»
Entrega 8: «Mis años en San Gregorio – Música y leyendas»
Entrega 9: «Mis años en San Gregorio –El duelo de Cosiaca y el guapo del pueblo»
Entrega 10: «Mis años en San Gregorio –El rostro avieso de la muerte»
Entrega 11: «Mis años en San Gregorio – Violencia y política»
Entrega 12: «Mis años en San Gregorio – El aprendizaje no termina»
Entrega 13: «Mis años en San Gregorio – ¡Y llegó la navidad!»
Entrega 14: «Mis años en San Gregorio – ¡Oh, el amor!»
Entrega 15: «Mis años en San Gregorio: El inquietante mundo de lo invisible – Miedos que agobian»
Entrega 16: «Mis años en San Gregorio – Una lección de valentía»
Entrega 17: «Mis años en San Gregorio – ¡Están atacando a San Gregorio!»
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar