Por Víctor Andrés Sánchez
Silbaba, luego bebía su leche, luego miraba al suelo, luego el vaso, luego silbaba, después no hacía nada diferente a aplacarse con el silencio. En la mesa leía el periódico, tomaba leche, seguía leyendo; las gentes empezaban a abarrotar las calles con prisa, no miraba a nadie, nadie lo miraba a él.
La panadería se fue llenando al paso del tiempo, se sintió incómodo, ya había terminado su vaso de leche, pero no la lectura del periódico; con la gente llegaba el resoplar de palabras, iban y venían acompañadas de carcajadas y resoplidos, le incomodaba. Un niño se sentó en su mesa, él lo ignoró, el niño no dejaba de mirarlo, lo ignoró hasta que no pudo más, dejó el periódico a un lado.
¿Qué? – le preguntó con molestia.
Nada, lo miro, es todo – el niño respondió sumamente calmado, con palabras precisas.
No me gusta que lo hagas, vete ya.
¿Por qué está solo? – preguntó con curiosidad el niño.
Soy un hombre aburrido. Respondió él.
¿Cómo es un hombre aburrido?
Cómo yo.
No lo entiendo, más bien parece un hombre triste.
Las palabras quedaron ahí en el aire, dando vueltas circulares. Él fijó su mirada en el niño, por lo menos lo intentó, le pesaban los párpados, las cejas espesas le daban a su mirada una tonalidad sombría, lo miró por largo rato, el niño ni se inmutó, le sostuvo la mirada con suma serenidad, al final se rindió y volvió a leer el periódico.
No este triste señor, está muy temprano.
No estoy triste, soy un hombre aburrido, replicó con cierto enfado.
Pues para mí es lo mismo, peor ser triste.
¿Por qué estás en la calle tan temprano y solo?
Mis papás me mandaron a comprar el pan, mire, ya lo compré.
¿Entonces porque no te vas ya para la casa?
Me gusta hacerlos esperar, lo bueno siempre tarda.
Se tardó otro tiempo para irse, no dejaba de incomodarlo, le robaba su privacidad, su pequeño espacio de libertad, empezó a exhalar con premura, agitado,gesticulaba con molestia, no se concentraba.
Bueno señor, me voy, un gusto conversar con usted.
El niño se levantó y cruzó la calle, después corrió en línea recta y desapareció al doblar una esquina. El aire le fue regresando gradualmente, la tensión se le fue perdiendo; seguían rondando las palabras dichas por ese niño, repiqueteaban como campanas, le zumbaban como mosquitos, le sabían agrias en la boca; se sentía cansado, se fue a caminar.
Todos pasaban a su lado, por encima, por enfrente, ninguno le saludaba, en cambio él sí lo hacía, se esforzaba por ser noble, un tipo bueno, saludaba con un gesto de cabeza o levantando la mano o empujando una sonrisa, a veces era mejor que no lo hiciera, se veía mal su rostro tan tensionado; lo evadían, no entendía bien porqué lo hacían, era incomprensible, no era alguien malo, ni había hecho cosas terribles, solo era él, un sujeto cualquiera con una vida normal, sin novedad alguna, igual que ellos respiraba, sufría, dormía, sentía hambre. Ha llegado a pensar que es invisible, se lo ha creído en ocasiones, la gente ve lo que desea, por eso no me ven.
Entró a una tienda, recordó que le faltaban unas cosas en la casa, por ejemplo…nada, simplemente entró, dio vueltas alrededor de los estantes, tomaba cosas, las miraba, las olía, las pesaba, las regresaba a su lugar; para no levantar sospecha y no parecer un idiota compró una lata de atún. Conocía al dueño de la tienda, todos conocen a los dueños de la tienda y ellos conocen a todo el mundo; le saludó con cierta calidez, sacó unos billetes del bolsillo, se los dio, este recibió, guardó y devolvió el cambio, se notaba feliz.
Hoy hay jornada en la tarde, vuelve la liga, seguro ganan los del uniforme rojo ¿irás? Le preguntó mientras empacaba el atún en una bolsa.
No iré. Respondió con sutil tono frío.
Deberías, le sugirió el de la tienda.
Soy un hombre aburrido.
¿Y eso qué? Le replicó.
A nadie le gusta compartir con personas aburridas.
¿Quién te ha dicho que sos una persona aburrida?
Todos, tú andas incluido.
No recuerdo haberlo dicho.
Lo hiciste, me voy, muchas gracias.
Salió de la tienda dejando al hombre con la respuesta en la punta de la lengua, no necesitaba el atún, lo regalaría a cualquier mendigo. Se preguntaba porque había entrado a la tienda, le parecía estúpido, se resignó a no entender un carajo de su conducta y seguir caminando.
A pocos pasos se ve el parque con la gran fuente en el centro y la iglesia en un costado, es hora media del día, hay misa, la gente casi que corre para llegar a tiempo o para conseguir puesto en las banquillas de adelante, los impulsa más lo segundo, se cuestionó sobre ir a misa, lo pensó un poco parado en el parque, no, soy un hombre aburrido, nosotros no vamos a misa. Resolvió sentarse en una de las sillas metálicas del parque, no pensaba en cosa alguna, tontamente veía a las personas, nada más, iban y venían, se iban y no venían o al contrario. Pasó un mendigo por su lado, lo llamó, le entregó el atún, el tipo andrajoso se sorprendió, pero lo recibió.
¿Por qué lo hace? Le preguntó.
Soy un hombre aburrido, a nosotros no nos gusta el atún.
Gracias, respondió el mendigo confundido y agradecido.
En casa tenía guardadas en la alacena de la cocina once latas de atún, todos los días comía una en el almuerzo, pero no le gustaban porque era un hombre aburrido, que contradicción, lo sabía, lo pensaba, era irónico, al fin de cuentas no importaba. Quería que el día pasara rápido, miraba el reloj cada cierto tiempo, empezó a sentir hambre, no quería comer; la gente salió de misa, el parque se llenó de montones de personas, él estaba ahí en su silla solo, nadie se sentaba a su lado, notaba la mirada de reojo de ciertos transeúntes, los saludaba, uno por uno, le gustaba hacerlo, era incómodo para ellos, para él también, pese a ello encontraba cierto placer oculto en hacer notar su falta de educación, “son un bulto de idiotas” se dijo y sonrió al punto de la risa, ciertas personas lo notaron, lo miraron horrible, su estado de emoción se esfumó en segundos, sus ojos se nublaron otra vez por el espesor de sus cejas, se quedó mirando al suelo. Alguien se paró a su frente, notó la sombra interponiéndose en su vista.
¿Aún sigue aburrido señor? Le preguntaron, era el mismo niño.
Sí, así es siempre, contestó sin levantar la vista.
¿No me va a mirar?
No, vete de aquí.
¿Y si no quiero?
Es mejor que lo hagas, mi mal es contagioso.
¿La aburrición es contagiosa?
Sí.
Ahhh…creo que ya le ha dado a mis padres.
Hablando de ellos, gritaron desde lejos el nombre de su hijo, este se fue sin despedirse, él siguió con la mirada baja, observó su reloj, la tarde ya estaba aquí. Me voy se dijo, estoy cansado.
En la esquina se amontonó la gente esperando el cambió del semáforo para cruzar, de lo juntos se podían sentir las preocupaciones del otro, sus exhalaciones, turbaciones, miedos, también se combinaban los olores naturales, el sudor, la falta de desodorante, la falta de talco en los pies, todo eso confluía; que extraño era sentirse así como él se sentía teniendo tanta gente a su alrededor. La luz cambió, caminaron liberándose de a poco. Iba asomándose la noche, llegó a casa, dejó caer las llaves, tuvo que agacharse a buscarlas, sus movimientos eran torpes, las encontró, abrió la puerta, entró al hogar silencioso, oscuro, donde lo esperaba la misma cama, colgó las llaves de un gancho situado al lado de la puerta, fue al baño, se cepilló los dientes, lavó sus manos, caminó al cuarto, se quitó los zapatos, la chaqueta, camisa y pantalones, retiró la colcha de la cama, extendió la cobija, se acostó; por su ventana entraba un hilo diminuto de luz, le daba en la cara, estaba boca arriba, los ojos bien abiertos, no se dormía, no tenía sueño, no tenía algo en sí para dormirse, apesadumbrado observaba el bombillo apagado sobre su cabeza, pensaba una y otra y otra vez, soy un hombre aburrido porque me siento horriblemente solo y le dio por llorar.