Por Nicolás Antonio Vásquez López Cronista
Me parece ver por estos días las aves caer del cielo sin control, estrépito, choque, colisión: ¡Pum! contra el suelo duro de hormigón. Caen de a una en una, arrastradas por los terrenos del reptil, desconocido hábitat, atarantadas por el golpazo seco, advenediza muerte terrestre y miserable. Las aves voladoras son animalitos bobalicones en la tierra; pierden la grácil elegancia del vuelo con brincos asustadizos a merced de la más vergonzosa imagen de precariedad. ¡Pum! ¡Cataplum! Avecilla verde iridiscente, agudísimo pico, frágil plumífero, nectarívoro empedernido… ¡Ahí estaba! En la mitad del paseo bajo la hermosura manta verde. Lo recogí, acogí, ascendí las escalas de la casa. Impávido, sin espanto, sin temperamental arrebato o sacudida —¿por qué no lo pone a libar?— no quiere, lo aprieta suavemente un gigante, presentándose groseramente a los botones recién florecidos del jardín. El colibrí puede tener en una actividad de vuelo de 500 a 1200 pulsaciones por minuto. En mi mano, se le quería salir el corazón por el pico; mi angustia crecía, no quería bajo ningún motivo su muerte. ¿Cómo soportar la muerte de una de las maravillas de la aviación natural? Nadie, hasta ahora, que yo sepa. Le he sentido el corazón casi estallar; estábamos enamorados. El mío, corazón ropavejero, a comparación con él, una piltrafa. Acaecido mi amor, comprendí, ¡aberrante! Nadie se puede enamorar de la libertad. Y lo solté.
Por mi cabeza cruzó el ariete ruín de la pertenencia; me creí su dueño: “el primero en encontrar, se lo queda”, maldito sentimiento de posesión. Nadie es de nadie, ni siquiera uno. Cualesquiera lo puede corroborar, apenas con sus manos coja un escurridizo colibrí. Fue una relación tormentosa, aunque sólo duró minutos. La ruidosa incompatibilidad arrecia: el primer testarazo, el segundo fue la disparidad de cuerpos y el tercero, simplemente yo; soy una especie bípeda que sueña volar y ella una especie surcadora de cielos. Todo mal. Mientras abría lentamente la mano pensaba… ¡Ja! Estúpido, ¿voluntariamente?… ¡Qué va! Salió expedida con una velocidad ultrasónica y sus alas zumbaron alegremente hasta difuminarse en aquel avioncito de colores. El corazón me duró roto lo que dura un parpadeo; no pudo ser de otra forma, los colibríes sólo se pueden permitir instantes de amor, así estos sean a la fuerza. De inmediato, en mi magín, cabeciduro, fabulé una historia de persecución aérea. Imagínese un hombre convertirse en colibrí para perseguir una ensoñación, y buscar, buscar… empedernidamente y ver, por fin, a ese colibrí en manos de otro hombre. Sin control, frenesí, estalló un corazón de colibrí.
Corazón de colibrí, 21 de junio de 2025.