¿Por cuál optar?
Uno de los recuerdos más duraderos de mis años de escuela fue aquel incidente ocurrido en una ocasión, que tuvo como protagonistas al profesor, al párroco de ese momento, a varios vecinos del pueblo y a nosotros los estudiantes. Todo comenzó cuando algunos de mis compañeros (nunca supe con precisión quiénes) venían cometiendo una serie de travesuras que tenía muy incómodos a los adultos, hasta el punto de que las cosas amenazaban con derivar hacia una crisis de convivencia entre los vecinos y la escuela. Dado que, por las razones que fuesen, el profesor no tomaba medidas eficaces para resolver el asunto, varias señoras, probablemente ya cansadas, no encontraron otra opción distinta a la de acudir a la autoridad eclesiástica del momento para que interviniese en la enojosa situación y lograra ponerle punto final.
Fue así como en aquella ocasión, al regresar a la escuela después del descanso del mediodía, nos sorprendió ver al sacerdote de pie frente a las dos aulas de la escuela, de cara al patio en donde nos reuníamos antes de entrar a clase. La figura adusta de aquel hombre, revestido de la negra sotana que lo cubría desde el cuello hasta los pies, era la de un ser intimidante ante el cual y casi por instinto, nos sentíamos unos pecadores merecedores de castigo. Nos preguntábamos a qué se debería esta situación tan inusual. ¡El desconcierto era total!
Sonó la campana y el profesor ordenó que todos los estudiantes acudiéramos a uno de los salones. Ya reunidos en aquel sitio, entró el sacerdote, quien de inmediato y sin mediar explicación, inició una furiosa reprimenda contra nosotros por algo sobre lo que yo y, desde luego, la inmensa mayoría de mis compañeros (con excepción seguramente de los responsables de las travesuras), no teníamos conocimiento alguno. La sensación de miedo, culpabilidad e intimidación eran enormes y aquellas palabras caían sobre mí como latigazos con los que alguien me arreaba hacia las puertas del Infierno. Me preguntaba qué vendría después: ¿nos expulsarían a todos de la escuela? Y si ya las cosas ya habían llegado a oídos de mi mamá era de imaginar el rejo que me esperaba al llegar a casa.
De pronto el profesor, aprovechando una pequeña pausa que dio el sacerdote para darse un respiro, tomó la palabra. No recuerdo lo que dijo exactamente, pero creo que intentaba darle una salida más racional al enredo en el que ahora, por lo visto, todos habíamos resultado metidos. Entonces sucedió algo inexplicable: como un resorte, el sacerdote se levantó de su asiento y le propinó una tremenda bofetada al profesor. ¡Fue la debacle! Una estampida incontrolable de muchachos estalló y en cuestión de segundos el salón quedó vacío, con excepción del sacerdote y el profesor, seguramente mirándose atónitos por el caos que acababan de crear. Pasados unos minutos sonó de nuevo la campana; de los rincones, de algún matorral o de detrás de los barrancos, fueron saliendo unos cariacontecidos e intimidados muchachos. Una vez de nuevo en el salón, la actitud del sacerdote y del profesor era otra. Ambos se disculpaban mutuamente ante la cara de incredulidad de todos nosotros. Y así, sin más, terminó el incidente. Curiosamente, sobre este hecho, al menos que yo recuerde, jamás se volvió a hablar, pero las heridas abiertas con el mal manejo que se le dio al caso quedaron marcadas para siempre en mi espíritu.
Traigo a colación este relato porque este es un ejemplo de un conflicto mal manejado en una comunidad y, peor aún, un método sumamente antipedagógico para dar una lección de vida a unos estudiantes que estábamos en proceso de formación. Mirando hoy las cosas en retrospectiva, pienso sobre los efectos que ese incidente, manejado de otra forma, hubieran podido tener sobre nosotros, si esa nefasta sesión hubiese tomado otro cariz. Por ejemplo, que hubiera estado orientada hacia el análisis franco de los hechos llevando a los culpables a aceptar su responsabilidad, pero con el objetivo de llegar a un compromiso de ponerle fin a los actos de travesura. Y qué bueno hubiera sido que a esa reunión hubieran acudido también las señoras y señores que habían puesto la queja. De esta forma, el caso, que había nacido de una situación conflictiva, se habría podido convertir en una oportunidad para construir una lección de buena convivencia, en lugar de derivar hacia un problema sin solución alguna.
Las crisis son inevitables en toda comunidad humana, pero el que estas se conviertan en una razón para la confrontación (un problema) o en una oportunidad de aprendizaje depende del manejo que se les dé; es algo que está en nuestras manos. Especialmente en manos de quienes tienen la responsabilidad de liderazgo, empezando por aceptar que somos diferentes y que tenemos diferentes maneras de ver las cosas, pero maneras que debemos respetar; para ello se requiere, ante todo, de capacidad para escucharnos, poniéndonos en los zapatos del otro. Eh ahí una gran responsabilidad para los líderes de la comunidad, porque el auténtico liderazgo no es el que divide sino el que une y construye, el que motiva y es capaz de generar acuerdos. El que tiene la capacidad para convertir las piedras que un día nos lanzamos unos contra otros en ladrillos para construir nuestra casa. En síntesis, capaz de convertir una crisis en una oportunidad de mejoramiento, porque ambas cosas, crisis y oportunidad, son la cara de una misma moneda.
*OpenAI. (2025). Imagen generada con DALL·E.
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Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) - Ciudad Bolívar