Historia de una herencia – El San Gregorio que forjaron nuestros abuelos

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Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

San Gregorio. La semilla queda sembrada 1

Panorámica de San Gregorio (Alfonso López), tal como se ve en la actualidad.

En un alejado paraje del municipio de Bolívar, en cuyo suelo un día los arrieros fundaron un pueblo casi a golpes de mulera, en un amplio claro de la montaña abierto hace ya algunos años a hacha y machete, del que emerge un potrero en el que pastan las mulas y unas cuantas vacas productoras de leche, con plantíos de café y de maíz, se observa una sencilla casa, que se yergue, como un exclusivo palco, ante un extenso panorama de cañones, praderas y verdes cordilleras que rodean este sitio privilegiado por la naturaleza.  Es una construcción en bahareque tal vez techada con tejas de barro o rústicas tablas de macana, posiblemente obtenidas en la región; sus pisos, puertas y ventanas, están hechos con la madera proveniente del aserrío cercano, igual que su amoblamiento, compuesto por las camas de dormir, una docena de taburetes, la tosca mesa que hace las veces de comedor, la cómoda que sirve de armario para guardar la ropa dominguera y las cosas de valor, más el aparador de la cocina. De varios percheros hechos con cuernos de res delicadamente pulidos y lustrados, cuelgan ruanas, machetes, sombreros y de un clavo pende también el tiple con el que se amenizan las frecuentes veladas familiares en las que usualmente participan los vecinos más cercanos. Es el hogar de Juan Crisóstomo Gil y su esposa María Rosario Arroyave; en él han crecido sus 10 hijos, hoy ya probablemente llegados todos a la edad adulta.

Pero la de los Gil Arroyave no es la única familia que ha llegado a este sitio. Así como Juan Crisóstomo o sus antecesores, otros caminantes buscadores de oportunidades llegaron a este lugar llenos de grandes expectativas, provenientes de Concordia, Salgar y otros municipios cercanos. Uno de ellos es Bernardo Guerra, un hombre con habilidades especiales para el aserrío y la carpintería y quien un día, luego de ver caer a su padre víctima de la violencia partidista, había salido de su casa; en el costal sobre sus hombros lleva sus escasas pertenencias y muchas esperanzas. También han llegado los antecesores de la familia Herrera, a la cabeza de la cual estaba Santos Galeano, quienes se establecieron en la vereda que se llamó La Hondura. De esta familia salió Miguel Herrera, nacido en 1915, también con habilidades para la carpintería y quien en 1995 habría de escribir el único relato escrito conocido hasta el momento sobre los primeros años de San Gregorio, de gran valor histórico por haber sido él mismo un testigo presencial. Es muy probable también que para este momento ya se hubieran establecido otras familias con apellidos tales como Uribe, Londoño, Agudelo y hubiera llegado igualmente José Zapata (nacido en Concordia allá por el año 1900) con su esposa María Muñoz, proveniente para ese momento de Salgar, en compañía de sus hijos José Manuel, Mercedes (Merceditas) y Carmen Julia, mi madre, para establecerse en La Lindaja, en donde nací yo y la mayoría de mis hermanos.

 

Estamos probablemente en la fase final de los años 20 y comienzos de la década de los 30. Es sábado y hace apenas un poco más de dos horas el sol se ha escondido detrás de las cordilleras de los farallones del Citará; el tenue manto de luz de la luna llena, que hace apenas unos minutos ha empezado a mostrarse en todo su esplendor, ilumina levemente los montes, los maizales y demás cultivos de esta pequeña planicie y sus alrededores. Un silencio profundo invade toda la región, interrumpido solamente por el aullido — que más parece un llamado lastimero — de algún perro solitario, por el canto misterioso de un ave nocturna y por el silbante ulular del frío viento que baja de la montaña. Los integrantes de las familias han cenado ya y, luego de lavarse los pies con agua caliente, han rezado el Rosario y ahora se disponen a conciliar el sueño. Mañana domingo le espera un largo viaje al jefe de la familia, quien habrá de desplazarse hasta un lugar muy lejano, tal a vez Salgar, Bolívar o alguna fonda un poco más cercana, para comprar las cosas del mercado y artículos de casa que se necesitan para la semana. La falta de tiendas para hacer el mercado semanal por aquí cerca es un problema serio que afecta la vida diaria de los habitantes de este lugar.

Pero no en todas partes la gente se ha ido ya a la cama. En la casa de los Gil Arroyave hay una animada reunión: los hijos y los nietos y algún vecino que se encuentra de paso, celebran una de sus habituales veladas, amenizada con cantos de bambucos, pasillos y románticos valses al dulce eco del sonido de las cuerdas del tiple; las velas, al esparcir su suave luz, proyectan sus sombras temblorosas sobre la pared, creando con ello un escenario fantasmal, ideal para la narración de aventuras y cuentos de miedo que tanto terror (y paradójica fascinación) producen en los niños; mientras tanto, en la cocina la crepitante llama producida por los trozos de leña en el fogón anuncia que una merienda de chocolate caliente — cuyo aroma se esparce por el entorno — y arepas redondas está en proceso de preparación.

La hora ha avanzado, los más chicos han buscado la cama y la conversación de los adultos, que ha tomado otro sesgo, gira ahora alrededor de los grandes problemas familiares y los de la incipiente y dispersa comunidad de la comarca. Una conversación que en nuestra imaginación bien pudo haber transcurrido de esta forma:

Oiste hombre Santiago, y qué pensás hacer ahora con eso de la Caja Agraria; qué tal que perdamos la finca y todo el trabajo que le hemos metido –, pregunta con preocupación uno de sus hermanos. Para estos momentos, Juan Crisóstomo ya ha fallecido, igual que Efraín y, probablemente también, Rosario, la matriarca de la familia. Santiago, al parecer, lleva ahora el liderazgo del grupo miliar.

— Pues vea hombre, yo desde hace días estoy pensando en una cosa y de una vez se las voy a decir p’a que ustedes me digan cómo les parece; es que he palabriado algo con ese señor de allá del frente, que viene tanto por aquí con la idea de abrir una tienda – responde Santiago, convencido de que, para todos, lo que está a punto de proponer es lo más razonable. Y continúa: — A él le gusta mucho este terreno porque es plano y hasta me dio una idea –. La mirada silenciosa e inquisitiva de su familia le indica a Santiago que en todos se ha creado una gran expectativa; saben que está hablando de un señor llamado José Félix Restrepo, con quien, en compañía de su hermano Samuel, lo han visto sosteniendo largas conversaciones. Estos dos hombres son hijos del dueño de la fonda que se llama San Gregorio, ubicada en el alto del frente y son, por lo que parece, personas serias y muy bien instruidos. — ¿Qué será lo que va a proponer Santiago? – se están preguntando todos.

— Ustedes saben que yo no tengo plata p´a pagar las deudas con la Caja Agraria pero tampoco nos vamos a dejar quitar la finca; entonces me eché un cabezazo: venderle parte del terreno a don José Félix y con la plata que entre ponernos al día y nos quitamos de encima este problema – dice calmadamente Santiago, seguro de que esa es la mejor solución dadas las circunstancias del momento; las miradas de los que le escuchan le dicen que comparten su decisión; es el clima de respaldo que esperaba de los suyos, lo que le da tranquilidad. Pero algo más están esperando sus hermanos e hijos: lo adivina en sus ojos.

— Bueno, lo otro es que don José Félix y yo hemos pensado en que se puede vender el llano por lotes para que la gente venga y haga casas y esto se convierta en un caserío – Santiago lo dijo así, como si fuera la cosa más natural del mundo.

– ¿Ve, y a éste qué le pasó? Quién va a venir a comprar pedacitos de tierra a este sitio tan solitario, y pa’qué queremos caseríos aquí, p’a eso está Salgar, Bolívar, la tienda de San Gregorio que queda aquí detrás de la oreja, o la que va a abrir ese señor José Félix — respondieron sus hermanos. Esta reacción de su familia, sin embargo, no le extrañó a Santiago; era algo con lo que ya contaba. La experiencia y las largas conversaciones que había sostenido con su padre Juan cuando aún vivía le habían enseñado que las personas siempre temen a todo aquello que signifique nuevos desafíos y que prefieren quedarse con la seguridad y la facilidad de lo poquito que ya tienen o conocen antes que lanzarse al mundo de lo desconocido. Él mismo había sentido iguales temores y dudas cuando José Félix le planteó la idea por primera vez, pero rápidamente los había superado. Así que, tomando aliento, haciendo acopio de toda su capacidad de convencimiento y con la autoridad que le da ser el líder de la familia, continúa:

— Pónganle pues cuidado a lo que les voy a decir. Ustedes ven que estamos muy lejos de Salgar y de Bolívar para comprar una libra de panela o de sal cuando se acaba el mercado en la mitad de la semana o cuando un sábado o un domingo uno no puede ir al pueblo a mercar; tampoco tenemos un lugar cercano donde nos podamos reunir los domingos todos los que vivimos por aquí a hablar entre nosotros y a comentar las cosas que nos pasan, o cuando no más queremos pasar un rato bien contentos. Y, sí, está la fonda de los Restrepo allí en el alto de San Gregorio y va a estar la que abra don José Félix, pero ustedes mismos se dan cuenta de que allá rara vez encuentra uno todo lo que necesita –. Dice estas y otras cosas más para darle fuerza a sus argumentos con una convicción tal que para su familia es imposible no darle credibilidad. La expresión de los rostros de los que lo rodean le da la certeza a Santiago de que este primer paso, el paso crítico, está teniendo éxito: el interés en el proyecto está creado y, con toda seguridad, la propuesta ha caído en terreno fértil, concluye. Lo demás es solo cosa de profundizar en otras ventajas: una carnicería donde comprar la carne fresca; un estanquillo donde comprar un aguardiente para romper la rutina de la vida diaria y, más adelante, tener una iglesia y un sacerdote que diga la misa, confiese y bautice a los niños recién nacidos, sin tener que ir hasta el pueblo para ello. Son palabras que, por ahora, sobran porque la idea fundamental ya ha sido aceptada.

Son ya las 11 de la noche y la conversación ha llegado a su fin, pero de ella ha nacido un proyecto. – Y ahora, vámonos a la cama porque el trabajo que nos espera es mucho. Que pasen una feliz noche — dice Santiago, antes de desaparecer debajo de las cobijas y entregarse a un merecido descanso. Estamos probablemente en el año 1931 o 1932 y la semilla del futuro San Gregorio ha quedado ya sembrada.

NOTAS:

1 – Contenido inspirado en el relato de Miguel Herrera, fechado en octubre 7 de 1995, y Un Hombre Ancestral, de Luz Adiela Guerra.

2 – Fotografía del matrimonio Juan Crisóstomo Gil y María del Rosario Arroyave (sentados). La mujer en la parte de atrás y de pie no está identificada. (Foto suministrada por Róguel Sánchez).

3 – Bernardo Guerra y su esposa Teresa. (Foto publicada por Luz Mery Guerra).

4 – Miguel Herrera, rodeado de su familia. (Foto publicada por Silvia Herrera)

5 – Santiago Gil. Este personaje, en compañía de José Félix Restrepo, sería quien habría de poner en marcha el proyecto de San Gregorio, con la ayuda de José Félix Restrepo, al decidir lotear parte de la finca. (Facebook, Róguel Sánchez y otros descendientes de la familia Gil).

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