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División y fragmentación

Paul Johnson

Luego de haber transcurrido alrededor de 1.000 años, después de aquel 313 en el que el Imperio romano emitió el Edicto de tolerancia religiosa, el cristianismo, de manera especial en la parte occidental de lo que fue el Imperio romano, había terminado por convertirse en el amo absoluto de Europa, en una simbiosis entre nuevos imperios, reinos y principados emergentes, más una rígida estructura clerical vertical que operaba bajo el mando omnímodo de un Papado todo poderoso, que, a través del largo brazo de la religión, impregnaba todos los ámbitos de la vida humana, incluidos los sistemas de gobierno, la cultura, la ciencia, la vida privada de los fieles en la existencia terrenal, incluido el poder de decidir quién, después de esta vida, podía ir a gozar de la felicidad y la gloria del Paraíso o ir a padecer eternamente en el Infierno. La vida de la sociedad transcurre ahora según una rígida concepción mecánica de la religiosidad en la que todo se encuentra meticulosamente definido, soportado por una estructura ideológica debidamente sistematizada dentro del marco de la Teología Escolástica, en cuyo terreno la Fe emanada del espíritu de las Escrituras, y la razón, tomada en préstamo del pensamiento filosófico de Aristóteles y Platón, al parecer habían encontrado el punto ideal de convergencia y mutua convivencia. Esta estructura, sin embargo, era un sistema con serios síntomas de corrupción y decadencia, en cuyo horizonte se empezaban a perfilar ya oscuros nubarrones que presagiaban turbulencias que habrían de llevar al cristianismo a afrontar uno de los momentos más críticos de su historia: “… la antigua Iglesia medieval, la sociedad total que se remontaba a los tiempos carolingios, estaba desintegrándose.” (Johnson, pág. 360).

El anterior es, a grandes rasgos, el contexto histórico dentro del cual se da uno de los puntos de inflexión más decisivos del cristianismo. Los dos primeros habían sido el Concilio de Jerusalén y el Edicto de Milán. Paul Johnson trata este fenómeno dentro de la quinta parte de su libro, La tercera fuerza (págs. 359 – 441), capítulo signado por lo que se llamó La Reforma, cuya figura emblemática sería el monje agustino Martín Lutero (Eisleben, Alemania, 1483 – Eisleben, 1546), la que –y para efectos metodológicos de esta columna– terminará por consolidarse, paradójicamente, con la Contrarreforma puesta en marcha por parte de la Iglesia Católica, cuyo momento más decisivo fue el accidentado Concilio de Trento, (1545 – 1563). No hay que olvidar, sin embargo, que, para estos momentos, hacía ya varios siglos se había formalizado una primera gran fractura del cristianismo (16 de julio de 1054), con la mutua excomunión de las iglesias del Imperio oriental (Iglesia Ortodoxa) y la Iglesia del Occidente; excomunión que, en un acto de gran simbolismo, fue levantada mutuamente por el obispo de Roma, Pablo VI, y el patriarca de la antigua Nueva Roma (Estambul), Athenágoras, 900 años después (Johnson, págs. 253 y 693).

Una cosa era evidente en las mentes de aquellos años: el cristianismo tenía que reformarse, pero nadie parecía encontrar el camino para que este anhelo fuera posible, sin que ello llevara a una ruptura caótica; que fue precisamente lo que ocurrió con La Reforma protestante, para infortunio del cristianismo.  ¿Qué factores contribuyeron a crear las condiciones para que finalmente la sociedad europea terminara embarcada en este conflicto? Del libro aquí comentado se pueden deducir, entre otros: 1) El redescubrimiento de antiguos escritos filosóficos griegos y el avance científico de personajes árabes y judíos, procedentes de la España de los moros, que abrió los ojos de los estudiosos europeos hacia antiguos conocimientos que permanecían en el olvido. 2) El invento de la imprenta (Johannes Gutenberg, 1440), que facilitó el acceso del pueblo laico a esos nuevos conocimientos y a la lectura directa de las Escrituras, dando nacimiento con ello a un Nuevo Saber “que chocaría por primera vez con la Iglesia establecida” (Johnson, pág. 361). Nuevo Saber que le permitía al cristiano intuir que, más allá de la religión mecánica que emanaba de la institucionalidad, existía una especie de espiritualidad natural, con fronteras inimaginables hasta el momento. 3) El surgimiento de pensadores que lograron identificar los signos y las razones que aconsejaban la necesidad de un cambio, uno los cuales fue Erasmo de Rotterdam, muerto en 1536. 4) La increíble postración moral a la que habían llegado las estructuras administrativas de la Iglesia y los poderes monárquicos, dentro de la cual las fronteras entre el ámbito de lo religioso, el del gobierno civil y el ansia de poder y riquezas, en la práctica se habían difuminado. 5) La lucha por el poder entre las monarquías y el Papado, especialmente los principados de la región alemana.

De esa manera, a lo largo de esta parte del libro se va delineando la olla a vapor en la que se ha ido convirtiendo la sociedad europea en estos momentos, cuya temperatura aumenta inexorablemente con la leña que las diferentes posiciones le van añadiendo a la hoguera con la que se cocina el sancocho explosivo; sólo faltaba un leve grado más de calor para que el estallido se diera y la gota que habría de desbordar el vaso se añadió cuando el Papado tomó la decisión de iniciar una campaña para recaudar fondos con destino a la construcción de la basílica de San Pedro mediante la venta de indulgencias, lo que condujo a la rebelión del monje Martín Lutero. Fue el Florero de Llorente con el que voló en pedazos el cocido del cristianismo europeo. Años más tarde, la Iglesia Católica, como una reacción y un intento para volver las ovejas descarriadas al redil, decidió emprender lo que se llamó la Contrarreforma y para ello se convocó el accidentado Concilio de Trento. Pero ya era demasiado tarde; las condiciones no se prestaban y el ala radical de los teólogos conservadores del catolicismo terminó por imponerse. La división del cristianismo de Occidente había quedado fatalmente sellada.

Con estos acontecimientos se inauguró para Europa la Era Moderna (la Modernidad), liderada por nuevas corrientes de pensamiento filosófico y el desarrollo de la ciencia; movimientos intelectuales en los cuales el cristianismo sólo jugaría un papel marginal y que el catolicismo, hasta muy avanzado el siglo XX, vio siempre como una amenaza y un adversario al que había que combatir.

Lea también: La historia del cristianismo – Parte 2



Por Rubén Darío González Zapata 
Nacido en la vereda La Lindaja 
Corregimiento Alfonso López 
(San Gregorio) - Ciudad Bolívar 

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