Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro
Entrega 5
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
Sobre los asuntos relacionados con la religión ya he visto a mi madre hablar varias veces. Sentados alrededor del fogón del que emana un agradable aire tibio en las frías horas de la mañana, mis hermanos y yo la escuchamos, mientras muele los granos cocinados de maíz para hacer las arepas, haciéndonos memorizar el contenido de un libro llamado Catecismo del padre Astete, que tiene que ver con la existencia de un mundo completamente ininteligible para un niño de mi edad, pero que, por lo visto, es muy importante para ella. De igual manera, en las noches y antes de acostarnos, es obligatorio que todos recitemos una especie de historia religiosa que ella llama el Rosario y otras que llama novenas. Es frecuente también que en sus conversaciones con nosotros o con otras personas, las palabras Dios, Jesús, Virgen María, Ave María, ánimas benditas o Sagrado Corazón de Jesús, salgan de sus labios. Cuando le pregunto sobre su significado me responde que con el paso del tiempo habré de comprenderlas. La experiencia, pues, que voy a tener en los siguientes momentos al asistir a un acto que se llama misa me genera una gran expectativa, porque voy a empezar a descubrir este —para mí aún incógnito— mundo de la religión.
Una vez dentro de la iglesia me impresiona el tamaño interior de aquel recinto. Es una construcción con gruesas paredes en tierra apisonada que las gentes llaman tapias. El decorado, en el que se destaca, una y otra vez, la figura de la cruz como la que se encuentra sobre la torre de la iglesia, más la presencia de unas estatuas, que me recuerdan al Cristo Rey visto hace unos momentos en la parte alta de la aldea, son indicios de que lo que se vive aquí, dista mucho de las rutinas que vivimos en nuestra casa, y por la actitud de respeto que veo en las caras de los asistentes, sospecho igualmente que lo que está por suceder es algo fuera de lo común.
De pronto, por una puerta del fondo, sale alguien con unas ropas que se me antojan de otro mundo, precedido por dos niños vestidos con una túnica roja y una especie de blusa blanca encima. Es el padre Zapata, que se dispone a decir la misa. Los asistentes, silenciosamente, se ponen de pie y la ceremonia comienza. Dando la espalda a la gente, el padre empieza a recitar palabras que lee en un enorme libro, en un lenguaje desconocido, palabras que acompaña con una serie de movimientos de las manos y de su cuerpo y cuyo significado no logro entender. ¿De qué estará hablando? Cerca de 15 minutos más tarde, éste decide trasladarse hasta un sitio ubicado en un costado del recinto en donde hay una especie de pequeño balcón al que asciende por una escalera y, luego de cubrirse la cabeza con un gorro cuadrado de color negro, alzando el volumen de su voz se dirige al auditorio, esta vez en el idioma que todos hablamos.
Primera capilla de San Gregorio, construida por el padre José de los Santos Zapata.
Lo que sigue a continuación es el momento más crucial de mi encuentro con el mundo de la religión, porque de las palabras del padre Zapata me queda la sensación de que el concepto de religión, con todo aquello a lo que está asociada, tiene dentro de sí una carga muy profunda de miedo, partiendo de la base de que, por el solo hecho de nacer como seres humanos, ya somos pecadores y cargamos irremisiblemente sobre nuestros hombros algo que se llama Pecado Original. Más otras cosas como la amenaza de castigo con fuego en un sitio llamado Infierno, y no por unos meses, ni siquiera por unos años, sino por toda una eternidad, para quienes el padre llama pecadores; un peso demasiado abrumador, aun suponiendo que si me porto bien en la vida puedo obtener, una vez muera, el premio de la felicidad completa junto a la belleza y luz absolutas, llamadas Dios por el padre Zapata. El desconcierto es muy grande y busco claridad en mi madre, pero sus respuestas no son suficientes para disipar mis dudas y temores, aparte de que con ellas añade otros elementos que no hacen más que agravar este mar de confusiones, como cuando me explica que estamos rodeados de demonios que nos acechan para hacernos pecar y, de esta forma, poder cargar después con nuestras almas para el Infierno, además de otra cantidad de seres maléficos, entre los que están personajes como los duendes, las brujas, los hechiceros, las gentes que hacen pacto con Satanás —el dueño del Infierno—, más La Pata Sola, La Llorona y mil situaciones adicionales de la vida diaria que me asedian para hacer que caiga en el pecado o hacerme toda clase de daños. ¿Cómo puede uno librarse del Infierno con semejante multitud de enemigos poniendo toda clase de trampas por el camino? Algo aquí no encaja.
En los momentos de soledad, en aquellos en los que, sentado en el pequeño llano de mi casa, puedo poner mi mente a divagar sin interferencias externas, la idea de una dimensión inmaterial, que parece estar en todas partes y en ninguna parte, no deja de inquietarme, por lo enormemente abrumadora y al mismo tiempo extrañamente lejana e incomprensible, que escapa a mi escasa capacidad de entendimiento. Entonces el miedo, que toma una forma casi que corporal, parece acompañarme a todas partes: miedo a un castigo por ser pecador, miedo a la muerte, miedo a toda clase de demonios y espantos, miedo a la noche, miedo a lo desconocido y, con frecuencia también, miedo al mundo de los adultos. Sin embargo, en el fondo de mi espíritu siento que la religión, con toda su carga de elementos esperanzadores, trágicos, contradictorios y hasta amenazantes para mis limitados conocimientos, es una realidad que estará presente a lo largo de toda mi vida, con la que tendré que contar. La forma como finalmente llegue a comprender su naturaleza y la manera como logre integrar esa realidad a la visión del mundo y a la razón de ser de mi existencia, la que iré construyendo a lo largo de la vida, será una de las tareas que tendré a cargo en la medida en que vaya creciendo. Para lograrlo espero que la experiencia me proporcione las herramientas suficientes.
Por lo pronto y en las ocasiones, inmensamente deliciosas, en las que, reunidos mis hermanos y yo alrededor de nuestra madre mientras ella da rienda suelta a sus recuerdos, mi mente, soñadora y viajera, va convirtiendo aquellas historias en curiosas leyendas de un lejano pasado, en las que una niña o una joven llamada mamá Julia es su bella protagonista. Relatos de la época del monopolio del tabaco; la de los arduos trabajos de los abuelos por abrirse camino en la vida en los duros campos de alguna vereda de Salgar y la forma como ella y sus hermanos, José Manuel y Merceditas, lograron sobrellevar esa vida tan difícil. O sobre su experiencia con papá Pedro, del que nos habla con un inmenso amor, pese a las penalidades que sufrieron, especialmente ella, por errores humanos o dificultades propias de la vida. Todo ello es ahora para nosotros una secuencia de aventuras, alegres unas, tristes otras y hasta trágicas. Escucharlas nos llena de un profundo sentido de unidad como familia. De estos momentos emerge, grandiosa y avasalladora, la figura nostálgica de mi padre, la que llevo impresa en mí como un hermoso regalo entregado por mamá Julia. Entonces, la energía y la dulzura que emanan de nuestra madre y que nos arropa a todos nosotros, disipan momentáneamente las tinieblas de mis miedos e incertidumbres y una luz de esperanza parece iluminar mi camino.
Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir».
Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».
Entrega 3: «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»
Entrega 4: «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro»
Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar