Mis años en San Gregorio – ¡Están atacando a San Gregorio!
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Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro
Entrega 17
Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar
En medio de la situación de temor e incertidumbre que se percibe en el ambiente y que sigue su siniestro curso, un nuevo domingo ha llegado a San Gregorio. En la misa, el sacerdote, una vez más y clamando desde el púlpito, ha dicho que, si los habitantes de este pueblo continúan alejados de Dios y no se arrepienten de sus pecados, están condenados a ir al Infierno una vez la Muerte, tal vez sin darles tiempo para arrepentirse, venga por ellos. Una perspectiva que a mí siempre me llena de terror.
De igual forma y como ha venido sucediendo últimamente, circulan noticias inquietantes, casi siempre relacionadas con el atentado y hasta el asesinato de un nuevo vecino en alguna de las veredas de San Gregorio. Los comentarios son impresionantes: que las armas con las que disparan los asesinos son escopetas en las que ponen como municiones esferas de acero, de esas que se utilizan en los molinos de las casas para moler el maíz cocinado; que a un hombre que padecía un leve retardo mental y que vivía de hacer oficios varios que le encargaba la gente, lo mataron mientras cavaba un hoyo para enterrar una mula muerta; sin ninguna razón, pues por su misma condición era un ser inofensivo. Que a alguna casa llegaron individuos desconocidos en las horas de la noche y, luego de forzar la entrada, asesinaron a alguien de la familia. Todo es confusión, todo es temor. La vida en estas condiciones es incierta y azarosa.
Sin embargo y ya avanzada la mañana, las gentes, impelidas por un irrefrenable instinto de supervivencia, tratan de continuar con su existencia como si no pasara nada. Suena la música en las cantinas, en donde los vecinos buscan esa especie de alienación temporal que les permita vivir, así sea por unas pocas horas, una ficticia alegría dentro de un escenario diferente a ese otro que encontrarán al volver a la realidad de la vida diaria en sus casas; abundan las canciones en las que (como siempre) los temas más recurrentes son tragedias de amores perdidos, traiciones, abandono y orfandad. Un trasfondo musical que, con el licor, parece ser la única forma en la que tantos de los adultos encuentran el camino para sustraerse a una realidad que se muestra tan atormentadora. Para estos momentos, las palabras mañaneras del sacerdote en la Misa Mayor suenan lejanas, como provenientes de un extraño y desconocido universo.
Pero este domingo, como todos los otros domingos del calendario, va llegando a su fin y es hora de regresar a casa, a caballo los más pudientes, a pie y con el mercado semanal a la espalda quienes no se pueden dar el lujo de tener un animal de carga que los transporte. La hora ha avanzado y la oscuridad, como siempre inquietante y misteriosa, lo ha cubierto todo; en las cantinas solo quedan los bebedores más empedernidos, mientras que algunos habitantes del casco urbano circulan desprevenidamente por la plaza, comentando los acontecimientos del día. Son tal vez las 7:30 u 8 y de la noche. Una aparente y traicionera calma reina en el ambiente de este domingo que ha llegado a su fin.
¡De pronto, suena una detonación, seguida de otra, y otra más! Imagino a las gentes corriendo en busca de refugio o tirándose el piso para no ser un blanco fácil. Un hombre cae mortalmente herido. ¿De dónde provienen los disparos? ¿Quiénes los están haciendo? ¿Por qué lo estarán haciendo? Las puertas de cantinas y casas se cierran y la aldea, de un momento a otro, se encuentra sumida en una pesadilla de horror que nadie sabe cómo va a terminar. Solo se escuchan los disparos y los silbidos de muerte de las balas que atraviesan la plaza y van a estrellarse contra las paredes o alcanzan a alguien; el piano del Remanso es traspasado por un proyectil, sin llegar, sin embargo, a dañar su mecanismo de sonido. Por unos 20 o 30 minutos (minutos que parecen siglos) reina el miedo y la confusión, hasta que las detonaciones cesan y el poblado queda, por unos instantes, sumido en un profundo silencio, un silencio que parece durar igualmente toda una eternidad; mientras tanto, los agresores huyen al amparo de la oscuridad, como suelen hacerlo los asesinos que matan a mansalva. Entonces, los gritos de los heridos sacan a la gente de su parálisis para constatar que el infierno desatado ha dejado varias personas heridas y un hombre muerto; un vecino muy apreciado por la comunidad, que llegó un día a San Gregorio como agente de policía, pero que terminó por radicarse definitivamente en el corregimiento, luego de desvincularse de esta institución.
En esos mismos momentos en nuestra casa todos estamos ya acostados tratando de conciliar el sueño. De repente, el sonido lejano de unas detonaciones empezó a escucharse. Qué raro que en San Gregorio estén echando voladores a esta hora, fue lo primero que pensamos; pero una seguidilla de seis disparos nos hizo aterrizar: esos no son voladores, eso es fuego de armas, ¡están atacando a San Gregorio! Con enorme preocupación salimos y nos ubicamos en un punto alto desde donde podemos escuchar con más claridad. ¿Por qué estarán haciendo eso? ¿Quiénes lo estarán haciendo? La sucesión de disparos continuó por un tiempo de aproximadamente 20 minutos; luego, un profundo silencio reinó en la noche. En silencio también nosotros, y con gran preocupación, regresamos a la cama… a tratar de dormir, cosa bien difícil dadas las circunstancias. Al día siguiente, nuestro vecino del predio de la Gulunga, Mingo García, quien había pasado la noche en el caserío, nos confirmó lo que ya para nosotros era un hecho: San Gregorio había sido atacado por desconocidos, con un saldo de un muerto y varias personas heridas.
Estos lamentables hechos son un escalón más en este triste capítulo de violencia, en el que tenemos la desoladora certeza de que la vida de cada uno de nosotros en la familia, igual que la de los demás habitantes de la región, pende de un delgado y frágil hilo que en cualquier momento podrá ser cortado, cuando alguien, movido quién sabe por qué siniestros impulsos, decida ponerle fin. Pero lo más preocupante de este hecho es lo que eso significa: la demostración de que la violencia puede pasar peligrosamente de la etapa del asesinato selectivo para llegar a la modalidad del ataque indiscriminado contra la población inerme, sin importar edad, sexo o antecedentes de las víctimas y en medio de esta amarga sensación de abandono por parte de unas autoridades que se muestran impotentes, incapaces o, simplemente, resignadas, ante una realidad que nos tiene avasallados. Una vez más, constato con gran tristeza lo profundamente irracional, inhumano y decepcionante que es esa parte del mundo de los adultos que se mueve solo por sentimientos de odio y de venganza.