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Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro


Entrega 14

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

Es domingo y, como ha venido sucediendo desde hace algún tiempo, estoy en compañía de un nuevo amigo, con el que tengo largas conversaciones sobre todo tipo de cosas que tienen para mí una importancia especial y que satisfacen mi curiosidad y deseos de saber. Con él puedo hablar de historia, matemáticas, asuntos relacionados con la vida y acontecimientos de otros países; incluido el tema de las creencias religiosas, porque este amigo, mucho mayor que yo, estudia para ser sacerdote en un pueblo llamado Jericó, en un establecimiento educativo al que le dicen seminario. Es Roberto Vélez. Debido precisamente a su condición de seminarista, este amigo colabora con el párroco en las cosas relacionadas con la parroquia, en este caso, distribuyendo una leche en polvo donada por los Estados Unidos para personas necesitadas, tarea en la que me ha pedido ayuda. Una labor que me agrada porque me hace sentir útil e importante en San Gregorio.

En desarrollo de esta tarea y en un momento inesperado, tengo ante a mí — como si una de mis más bellas fantasías hubiera tomado forma corporal — a una dulce y preciosa niña, tal vez un año menor que yo (unos 10 -11 años). Su mirada directa a mis ojos me causa un gran impacto, pero es sobre todo su enigmática sonrisa la que hace que mi corazón dé un vuelco. Es tan solo cosa de un segundo – el destello fugaz del vuelo de una luciérnaga — en esta soleada y tibia mañana, porque su madre la toma de la mano y se la lleva consigo; pero el efecto de este encuentro crucial ya está impreso en mi espíritu. Es una hermosa chica de piel trigueña, cabello recogido hacia atrás con una cinta color morado; lleva un vestido decorado con flores que le da un aire de alegre colorido, ceñido con un cinturón ancho atado en la espalda, rematado con un hermoso moño del que cuelgan dos cintas que llegan hasta el borde del mismo. Mientras miro embelesado cómo aquella figura encantadora se aleja, una canción, recién llegada al pueblo y a la que hasta este momento no le había prestado atención especial, suena una y otra vez. Es el lamento de alguien que se ha enamorado de una mujer cuyo amor nunca le podrá pertenecer. Esa melodía y las guitarras con las voces del dueto que la interpretan, suena a poesía y adquiere ahora un sentido especial para mi romántica nueva experiencia: es un hermoso poema de amor.

Terminada la labor de reparto, me despido apresuradamente de Roberto para hacer un recorrido por la plaza y por la calle principal; siento una gran necesidad de volver a ver a esta chica. Al fin la encuentro en la tienda de Francisco Sánchez, siempre al lado de su madre. Me entero entonces de que su nombre es como el de una flor, una flor que ya he visto en mi casa, la flor más hermosa que adorna nuestro jardín. Me mantengo a una distancia prudente, incapaz de acercarme a ella, ni siquiera para mirarla un poco más de cerca; soy demasiado tímido y no sabría qué decirle; si ella me hablara quedaría paralizado.

Bello nombre de una flor / Magnolias-guiadejardin.com

Ya en las horas de la tarde veo como, nuevamente en compañía de su madre y de otros vecinos, sale de San Gregorio rumbo a la Gulunga en donde tiene su hogar, mientras que yo, estratégicamente ubicado detrás del marco de la puerta de aquella cantina situada al lado del Remanso, desde donde ella no pueda descubrir mi ansiosa mirada, ensimismado veo como su figura se va desvaneciendo lentamente y pronto es atrapada por los sinuosos barrancos del camino. Mientras tanto, en el quiosco sigue sonando la melodía de aquel corazón, prisionero de un amor nacido inesperadamente.

Ya en el trabajo, solo espero con ansiedad que llegue el domingo siguiente, al tiempo que en mi imaginación tengo con ella largas y hermosas conversaciones. Recuerdo entonces que, entre los viejos libros que dejó mi papá, hay uno en el que hay modelos de cartas que los enamorados suelen enviarse mutuamente, al que no le había puesto mayor interés hasta este momento, pero que, dada la ocasión, siento curiosidad por volver a mirar, para descubrir, con gran sorpresa, que esas mismas cartas adquieren ahora un sentido profundamente diferente, algo así como si hubieran sido escritas por mí o para mí. Leerlas me produce un sentimiento de infinito placer. ¿Cómo hace la gente para escribir cosas tan bellas que a mi jamás se me habrían ocurrido? Sin saber entonces cómo explicarlo, descubro que llevo dentro una misteriosa e inagotable capacidad para sentir emociones que nunca pensé que podía experimentar, pero que, de alguna forma, ha estado siempre allí, en alguna parte de mi naturaleza interior, sumida en una especie de letargo latente y misterioso, esperando una oportunidad, un estímulo, algo que, llegando del exterior, la hiciera despertar para desplegarse luego como los pétalos de una flor. Esas cartas dicen exactamente lo que yo quisiera decirle a esta niña, pero ¿cómo hacerlo?, el miedo me lo impide y, desde luego, me avergüenza hablar de estas cosas con mi madre y, mucho menos, con mis hermanos. Jamás me entenderían.

En las jornadas de trabajo mi mente divaga, como siempre, por hermosos y bellos paraísos, por cuyos senderos caminamos los dos, libres de preocupaciones, de necesidades materiales y ajenos a las obligaciones del trabajo en la finca. Entonces, una especie de trueno que me invade y que parece salir desde una profunda caverna situada debajo de mis pies, hace que mi mente caiga violentamente de la nube en la que se encuentra. Es la voz de mi abuelo con su acostumbrado estilo autoritario: muévase hombre y deje de estar pensando en los huevos del gallo. ¡Este cachiporro no va a servir p’a nada!, le oigo decir. Abrumado por la frustración y con un gran sentimiento de culpa, trato de apurar el paso… por unos momentos solamente, porque, una vez mitigado ese sentimiento de leve arrepentimiento, mi mente, rebelde ante la tozuda realidad de mi forma de ser, retorna de nuevo al cielo de mis ensueños, para caer, una y otra vez, ante la atronadora voz de mi abuelo.

Las semanas son cada vez más largas, los domingos parecen más distanciados y cuando en uno de esos días no veo en la aldea a la niña de la enigmática sonrisa, una sensación de gran desilusión y frustración invaden mi ánimo al pensar en la larga semana que me espera para volver probablemente a disfrutar de su visión. Pero hoy es un domingo especial, es Domingo de Ramos, e intuyo que ella va a venir. Ubicado en el andén al frente del Remanso y recostado estratégicamente en la esquina desde donde no pueda perder detalle alguno de su figura cuando pase, escudriño ansiosamente el camino que viene de La Gulunga, por donde ella ha de entrar de un momento a otro.

Mientras tanto, la aldea se va llenando de parroquianos que portan grandes ramas de una palma especial llamada táparo, las que habrán de ser bendecidas por el sacerdote en la misa que pronto va a comenzar, luego de la procesión de ramos, un recorrido que hará el padre López de ida al Martirio para regresar luego a la iglesia, seguido por devotos habitantes del corregimiento, dentro de los cuales un grupo de cuatro personas lleva en andas la figura de una estatua que representa a Jesucristo, montado sobre un asno. Los adultos parecen competir por ver quién exhibe el ramo más grande, con los adornos más creativos: canastillas, trenzas, cruces y hasta estrellas simuladas, elaboradas con las cintas color amarillo pálido bordeadas de verde de la angosta y larga hoja de la palma. Una vez bendecidos los ramos, éstos serán llevados por sus dueños para sus fincas y con ellos fabricarán cruces que instalarán en los lugares en donde el terreno amenaza con deslizarse de un momento a otro. Guardarán igualmente parte de estos ramos para quemar y espantar así con su humo bendito una eventual tormenta que amenace la estabilidad de sus casas, pues esta práctica, según se cree, protege las fincas de posibles desastres naturales.

De pronto, dentro de un grupo de vecinos que llega de la Gulunga, ¡al fin!, aparece la niña, siempre al lado de su madre; va con un colorido vestido y el cabello recogido hacia atrás. Con ansiedad veo como avanza el grupo y pasa frente al sitio en el que me encuentro, ¡sin que ella ni siquiera mire hacia donde me encuentro! ¿Sabrá que estoy aquí? ¿Sabrá que la estoy viendo? Suenan las campanas, lo que indica que los actos religiosos van a comenzar. Una vez dentro de la iglesia, esta parece ser un espeso bosque de palmas que se mecen al arrullo de una imaginaria y suave brisa; pero a ella no la veo, ha desaparecido de mi vista. ¿Dónde estará? Terminada la misa, la alcanzo a ver de nuevo, pero muy lejos… cada vez más lejos, mientras que, otra vez y como un presagio de lo que siento que fatalmente tiene que suceder, suena la canción que tal vez me esté diciendo que no me queda otra alternativa que tratar de olvidarla… ¡aunque muera de amor! Y así empieza a desvanecerse este bello –aunque muy corto– recorrido por el mundo del romanticismo infantil, que quedó marcado en mi espíritu como un bello recuerdo de mis años en San Gregorio.

Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir»

Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».

Entrega 3:  «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»

Entrega 4:  «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro»

Entrega 5:  «Mis años en San Gregorio (Alfonso López), Encuentro con el mundo de la religión»

Entrega 6:  «Mis años en San Gregorio – Domingo en San Gregorio» 

Entrega 7: «Los aprendizajes ya no son un juego–Comienza la escuela»

Entrega 8: «Mis años en San Gregorio – Música y leyendas»

Entrega 9: «Mis años en San Gregorio –El duelo de Cosiaca y el guapo del pueblo»

Entrega 10: «Mis años en San Gregorio –El rostro avieso de la muerte»

Entrega 11: «Mis años en San Gregorio – Violencia y política»

Entrega 12: «Mis años en San Gregorio – El aprendizaje no termina»

Entrega 13: «Mis años en San Gregorio – ¡Y llegó la navidad!»


 

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

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