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La noche aún no ha dado paso a la naciente aurora, que pronto empezaría a asomarse a espaldas de las cordilleras de La Siberia, la pirámide natural de Cerro Tusa y el lejano Cerro Bravo, pero el trino de las mirlas anuncia que dentro de unos 30 minutos el reloj despertador marcará las 5 de la mañana.

¡El momento tan ansiosamente esperado por José ha llegado! Hay que actuar con rapidez, lo más temprano que sea posible, antes de que el estridente canto mañanero del gallo despierte a todo el gallinero, echando por tierra el plan tan angustiosamente preparado. Con suaves movimientos y luego de ponerse la camisa y el pantalón de manga corta, dirige los pasos hacia la puerta de salida de la pieza dormitorio, en la que duerme también su hermano, un poco mayor que él. Ya afuera, una corriente de gélido viento azota el cuerpo del muchacho, haciendo que el tibio y suave calor de las cobijas sea reemplazado por el frío de la madrugada; algo que él ya esperaba. Billú, el perro de la casa, quien acostumbra dormir en el corredor echado en su exclusivo costal, levanta perezosamente la cabeza, tal vez con intenciones de ladrar, pero al constatar que quien pasa por su lado es de sobra conocido, da un bostezo y retorna a su sueño. Al amparo del silencio, José logra llegar finalmente hasta su sitio de destino, sin que nadie se haya despertado: el árbol de limón, dormitorio de las gallinas. ¡Todo va según lo planeado!

La cosa empezó el día anterior, cuando, al llegar a la escuela, escuchó que unos chicos hablaban acerca de que el siguiente era el Día del Maestro; comentario al que, de momento, José no le prestó mayor atención, absorto como estaba contemplando un ingenioso invento de uno de sus compañeros: una carreta de hilo, a la que se le había adaptado una banda de caucho, un trozo de vela y un alambre que hacía las veces de palanca, subía por sí misma rodando suavemente sobre una superficie inclinada. — ¡Un invento increíble! — Pensó, — ¿cómo se le habría ocurrido? — Aparte de esto, el día había transcurrido sin novedad alguna digna de contar, excepto a la última hora, cuando ya todos empacaban los útiles escolares para regresar a sus casas. Entonces alguien, dirigiéndose al profesor, dijo en voz alta: “maestro, como mañana es su día yo le voy a traer un regalo”.  — ¡Claro, el Día del Maestro! – pensó, al recordar el comentario escuchado esa mañana. Y… ¿un regalo? – De pronto, el salón era una bulliciosa borrasca de chicos, en la que cada uno prometía el mejor regalo para su maestro. Todos habían hablado, solo faltaba José. Los ojos de la clase estaban puestos en él y un embarazoso silencio caía pesadamente el ambiente. Presa del pánico y de la vergüenza, sintió que no tenía otro camino que el de darse por vencido: ¡él no tenía nada que ofrecer a su maestro! Así lo tenía que decir. Resignado se puso de pie para pronunciar lo que sería la fatídica sentencia que lo condenaría en la escuela a ser señalado como el único que no le había traído regalo a su maestro. Pero, en el último segundo, una luz iluminó su mente: ¡sí, poseía algo!; era su única y más valiosa posesión, producto de un regalo de su madre hacía ya varios meses. Así, pues, con tono seguro y mirando al profesor, anunció: “maestro yo le voy a regalar una gallina, la mejor ponedora de todas las gallinas que hay en la casa”. Un uyyy general de admiración se escuchó en la clase y en sus ojos se adivinó una honda sensación de orgullo.

Camino de regreso a casa, sin embargo, una preocupante sensación de inseguridad se apoderó de él. ¿Aceptaría su mamá la decisión que acababa de tomar? Seguramente no, tratándose del regalo que, con tanto sacrificio, ella le había hecho; además, la decisión había sido tomada sin haberla consultado previamente. Pero la suerte estaba echada. Ahora no había ya posibilidad de retroceder. Así que, para evitar riesgos, ideó un plan: madrugaría al día siguiente antes de que todos se despertaran, y con mucho sigilo tomaría su gallina del gallinero, la metería en un bolso de cabuya alistado previamente y la escondería en un matorral; luego del desayuno, con cualquier pretexto, saldría a prisa y recogería el animal para llevarlo consigo a la escuela. El plan no era muy bueno, pero fue lo único que se le ocurrió. ¿Qué iría a pasar cuando su madre se diera cuenta de la desaparición de la gallina? Bueno… algo se le ocurriría.

Esta mañana, pues, ya al pie del limonero y luego de echar un vistazo fugaz, identificó a su objetivo varias ramas arriba. Las gallinas y el gallo dormían lo que parecía ser un plácido sueño; sólo era cuestión de subir al árbol, tomar la gallina para luego descender con ella en el bolso sin que el gallo y sus demás congéneres lo notaran ¡Un desafío que asumió con toda determinación! Lenta y silenciosamente inició su ascenso hasta alcanzar la ubicación adecuada. La ansiada ave estaba ya a su alcance; con sus dedos casi que podía palpar su suave plumaje. Entonces fue cuando el nerviosismo lo traicionó. Torpemente, dio un resbalón y al hacerlo rompió una rama. El sonido despertó a todo el gallinero y un ruido infernal, que parecía llegado del más allá, se convirtió en catástrofe cuando las gallinas, asustadas, se lanzaron al piso sacudiendo estrepitosamente las alas y emitiendo cacareos insoportables. A duras penas, José tuvo tiempo de asirse a una rama de la que quedó colgando, inmóvil, porque con un movimiento, por leve que fuese, esta se rompería y él, igual que las gallinas, saldría volando con consecuencias imprevisibles. Su determinación también lo abandonó en ese momento: como el niño que era y con los ojos llenos de lágrimas, un grito lastimero salió de su garganta: ¡mamaaaa!

 — “M’hijo, ¡qué está haciendo allá arriba!” — Era la voz preocupada de su madre quien, alumbrando escasamente con una vela, trataba de entender en qué lío se había metido ahora este despistado hijo suyo, siempre con la cabeza en las nubes. Fue necesario que su hermano, luego de dejarlo sufrir una eternidad colgado de la rama, “para que dejara de ser tan atembado”, y de hacerle otras de sus acostumbradas bromas pesadas, se subiera al árbol y, sosteniéndolo con una cuerda, le ayudara a soltarse de la rama salvadora para poder regresar sin rasguño (y sin la gallina) a la seguridad del piso.

Ya repuestos del susto y luego de escuchar las razones que lo llevaron a actuar como lo hizo, el rostro severo de su madre le hizo entender a José que había cometido dos errores: el primero, haberse comprometido con algo sin estar seguro de que lo podía cumplir, además, exponiendo irresponsablemente su integridad física para lograr su objetivo. — “¿Por qué no confiaste en mí? Soy tu madre y entre los dos con seguridad habríamos podido encontrar la manera de darle una salida razonable al motivo de tu angustia”—Le dijo su madre, pese a que entendía que en este acto su hijo había actuado movido por un gesto de generosidad para con esa persona que tanto admiraba y quería: su profesor. Las palabras llegaron al alma del niño como enormes rocas desprendidas de la empinada cumbre de una montaña; porque ese había sido precisamente su segundo error: no haber confiado en su madre. Luego de una breve reflexión, los dos estuvieron de acuerdo en que la confianza en el amor y en el buen criterio de su madre serían para este chico los mejores consejeros a la hora de tomar una decisión crucial en el futuro.“Y ahora, hijo, – remató su mamá – ve, toma la gallina y llévala a tu maestro, porque es de niños responsables cumplir con la palabra empeñada”.

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Por Rubén Darío González Zapata 
Nacido en la vereda La Lindaja 
Corregimiento Alfonso López 
(San Gregorio) - Ciudad Bolívar 

 

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