Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
Puedo decir que llevo una vida entera montado en el lomo de una ilusión: la de poder vivir dentro de una sociedad ideal. En gran parte de mis continuos e ingenuos sueños de infancia, mi vida y la de las personas que me rodeaban transcurría en una especie de pueblo encantado en el que la felicidad era parte esencial de aquel imaginario lugar del mundo. Uno en el que el proyecto de vida de cada quien, por ambicioso que fuera, era un propósito viable porque se tenían las condiciones sociales para lograrlo. Un lugar en el cual, con mis hermanas y hermanos, íbamos a la escuela porque estábamos convencidos de que el saber era la aventura más bella que cada ser humano pudiera emprender y no por miedo a los reglazos del maestro o a la fuetera de mi mamá. El trabajo duro del campo no era un sacrificio sino la forma, más que de ganarse la vida sin hacerle daño a nadie, la de alcanzar los objetivos personales más importantes. En ese pueblo todos éramos distintos porque el sueño de cada cual era también diferente, como diferentes eran también las metas individuales. Pero al mismo tiempo, todos éramos iguales, porque la mayor o menor acumulación de bienes materiales o desarrollo intelectual no hacía a nadie más ni menos que los demás. Y como en todo conglomerado humano los conflictos son inevitables, en mi imaginación habíamos logrado establecer los mecanismos de solución de nuestras diferencias de una manera tan creativa que cada uno de tales conflictos terminaba por convertirse en una oportunidad de crecimiento y de mejora que terminaba beneficiándonos a todos. Pero tal vez la característica que más feliz nos hacía a quienes habitábamos en ese pueblo imaginario era la ausencia del miedo: sin miedo a los adultos y, en general, a las otras personas. Sin miedo a los fantasmas de la violencia, a los monstruos de los montes; sin miedo a una religión que amenazaba con el fuego eterno, porque la convicción sobre la existencia de la dimensión espiritual que ansiaba mi mente (y que sigo ansiando) es que ésta era una nueva etapa del misterio de la vida que, por su misma naturaleza, debería ser un estado inmensamente dichoso.
Pero aquellos años pasaron. La violencia, que tanto me perturbara siendo un niño, ha seguido siendo un monstruo presente en todas partes, acompañado del miedo, esa a oscura y aterradora sensación de que la vida o la integridad física de las personas está en manos del capricho incierto de otro humano que, con la ignorancia, la injusticia y el atraso, son fantasmas que han seguido siendo parte de la sociedad dentro de la cual llegué a la adolescencia y posteriormente a la edad adulta. ¿A dónde fueron a parar entonces los sueños de mi lejana infancia? Pues bien, éstos han seguido ahí, en lucha constante con la dura realidad, pero sin rendirse jamás, porque ellos se alimentan también de la esperanza, y mientras quede alguien que crea que lo imposible es posible, los sueños seguirán existiendo.
Y es que ahora, más que nunca, estoy convencido de que pensar que una Colombia desarrollada, con justicia social, con independencia económica y con respeto por la Naturaleza, no tiene por qué seguir siendo una quimera. Al menos fue lo que yo sentí cuando la mayoría de los votantes de Colombia optaron por un proyecto político que, aplicado de manera concienzuda e inteligente, puede permitirle al país hacer esa transición de una forma pacífica: el Proyecto Político del Pacto Histórico. Y no porque el contenido de este proyecto sea una especie de piedra filosofal, capaz de convertir en oro todos males de los que estamos rodeados, jamás antes inventado por ideólogo o político alguno. En realidad, bien miradas las cosas, bien analizados el contenido y contexto de esta propuesta, es fácil ver que muchos de sus componentes han formado parte de la inmensa mayoría de propuestas políticas del pasado. ¿Qué candidato político no ha dicho que va a luchar contra la corrupción? ¿Qué político no ha dicho que en su gobierno habrá justicia para todos sin distingos de naturaleza alguna? ¿Quién no ha dicho que con su gobierno Colombia saldrá de la pobreza, el atraso y la violencia? La misma Constitución Política del año 1991 habla ya de una manera muy clara sobre todas estas cosas y, si se quiere, con una mayor profundidad con la que lo hace el Pacto Histórico. Entonces, ¿dónde está ahora lo verdaderamente nuevo?
La Colombia que está ahí pero que nos negamos a mirar y a reconocer su existencia. (Foto Ricardo Gómez Ángel lex RTRXv-ok-unspl)
La respuesta se encuentra en que esta vez se trata de una propuesta salida de una coalición de izquierda que no tiene compromisos con las élites que han gobernado tradicionalmente al país. Una coalición que reúne colectividades que representan, de una u otra forma, a los históricamente excluidos del poder: habitantes de la Colombia periférica, indígenas, afrodescendientes, juventudes sin esperanza, mujeres y campesinos empobrecidos y hasta ex guerrilleros. Literalmente, la otra Colombia, la que sabemos que siempre ha estado ahí pero que nos negamos a mirar. Por ello mismo, una parte de la Colombia que no tiene deudas políticas con los grandes grupos de interés económico y con las anquilosadas camarillas politiqueras a las que todo presidente que ha llegado a la Casa de Nariño ha estado amarrado; por ello mismo, con la independencia moral suficiente para poner en marcha el proceso de cambio tan anhelado. En resumen, una oportunidad histórica hasta hace muy poco casi que imposible de imaginar.
Oportunidad que entraña también una enorme responsabilidad para el actual gobierno en cabeza del señor Petro, porque esta oportunidad puede terminar desperdiciada, y no solo por causa de la oposición de una derecha anclada en sus privilegios, decidida a no dejar que sus intereses se vean disminuidos – algo que era lógico esperar y con lo que había que contar –, sino, lo que sería peor, por torpeza, falta de sentido común, improvisaciones, falta de inteligencia y hasta incoherencias frecuentes entre el discurso que maneja la presidencia y muchas de sus actuaciones, sin contar con el grave daño que siguen haciendo grupos armados rebeldes, que se empecinan en continuar anclados a una realidad en estos momentos ideológicamente obsoleta, como si el país todavía estuviera siendo gobernado por el “muchacho obediente” que fue Iván Duque.
Ahora pues, cuando en mis noches de desvelo recuerdo aquellos ingenuos y lejanos sueños que pululaban por mi imaginación, siento que, por fin, podemos estar cerca de poder empezar a transitar por el camino que nos permitirá a los colombianos iniciar la construcción de esa sociedad que tanto y tantos hemos anhelado. Para ello, pienso yo, debemos dar varios pasos. El primer tendría que consistir en apropiarnos como ciudadanos del proyecto político con el que fue elegido el gobierno del Pacto Histórico y convertirlo en algo que nos pertenece. El segundo paso es hacerle saber al señor Petro que este proyecto ya no es de su exclusiva propiedad; que es también de todos los que le dieron su voto o de los que, sin haber votado por él, lo adoptaron como propio (mi caso) y, por ello mismo, nos debe responder por sus resultados. El siguiente paso es que nosotros, colectiva o individualmente, debemos actuar en consecuencia con el contenido y filosofía de dicho proyecto, aportando para su éxito todo lo que esté a nuestro alcance, empezando por tener ante el gobierno una actitud positiva, pero, al mismo tiempo, crítica, objetiva y desprovista de emocionalismos estériles. El tercer paso es el más importante: no perder la esperanza.
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