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Cuento

–¡Eh, qué pensadera tan jodida, hombe!–

Le dijo la mula al buey en uno de aquellos días fríos en el que una espesa neblina –como sucede tantas otras veces a lo largo del año– se había apoderado del cielo, de los cafetales, de las verdes praderas y de los montes, en el cañón de La Lindaja y en el mirador de Aguas Frías, arropando con su frío y oscuro manto cada rincón de aquel entorno. La mula conocía la sabiduría y lealtad de este compañero de vida, heredadas de sus “tátara ancestros”, cuando aquellos, en los años en los que San Gregorio empezaba a ser apenas un incipiente y pacífico villorrio, eran destinados por sus dueños a la tarea de arar el suelo a fin de convertir potreros y montes recién talados en tierras de labranza, y cuando también sus “tátara ancestros” mulas y sus inseparables compañeros los arrieros, tenían la misión de transportar el producto que mantenía viva la economía de la comarca: el café. Era un amigo sincero, en quien podía depositar las profundas preocupaciones que tanta pensadera le causaban.

–Oiga, compañero–, continuó la mula –¿No te das cuenta de que ya nosotros, vos y yo, más las pocas otras mulas que uno alcanza a ver (y ni hablar de los bueyes), ya estamos pasando al olvido? Basta con ir a San Gregorio un día cualquiera, pero especialmente un domingo, para darse cuenta de que nuestra época ya está en el mundo de las telarañas. El café que llega al pueblo es transportado ahora en esos animales de hierro, que se alimentan de una extraña cosa que llaman gasolina, y no de pasto como deberían ser las cosas. ¡Apenas si se ve de vez en cuando una triste compañera atada al frente de la agencia de café esperando ser descargada!– La voz de la mula sonaba triste y en ella era fácil adivinar el tono amargo que dejan en el corazón las remembranzas de un pasado mejor.

–Vea, hombe mula–, repuso el viejo buey con el tono sereno que dan los años y la sabiduría acumulada, obtenida en las largas horas de meditación, al ritmo del suave rumiar de los alimentos y de las experiencias que trae consigo el paso de los días. –El cambio es parte de la condición normal de nuestros hermanos los humanos. Los de hoy ya no son los mismos Gil, los Sánchez, los Guerra, los Galeano, los Londoño, los Herrera, los Uribe, los González y los Zapata (más otros apellidos de aquellas épocas) que un día fundaron a San Gregorio; su forma de vida tampoco puede seguir siendo la misma indefinidamente; vos y yo también moriremos en algún momento, pero la vida seguirá adelante, desarrollándose de acuerdo con nuevas costumbres y nuevas necesidades–.

Un largo silencio se apoderó del lugar, interrumpido sólo por el trino de un sinsonte mañanero y el ladrido del perro compañero, que saludó a una ardilla que atinó a pasar por allí. Algo, sin embargo, y pese a las palabras del buey, había en la mente de la mula que la seguían atormentando y que la llevó a quejarse amargamente: –¿entonces, todo lo que hicimos para que los fundadores pudieran sacar adelante este pueblo va a ir a parar simplemente al cajón del olvido? ¿Qué hay de los días en los que largas recuas de nuestras abuelas surcaban los caminos transportando café? ¿Qué de los domingos en los que los humanos exhibían orgullosos nuestro paso por las calles del pueblo? ¿Qué del viejo Soto y otros arrieros que durante tanto tiempo surtieron, al lomo de nuestras antepasadas, las tiendas del pueblo?– El buey escuchó en silencio cada una de las palabras de su compañera. Era evidente que su amiga necesitaba desahogarse y él era el indicado para escucharla.

Escuchame, “hombe” mula,– dijo el buey en tono solemne, poniendo fin al prolongado silencio. — Todo puede pasar, menos una cosa, y es esta que te voy a decir: nuestros tatarabuelos y sus compañeros los arrieros, más nosotros mismos (vos y yo) hemos sido parte fundamental de lo que es San Gregorio en el día de hoy y ese hecho no lo puede borrar nadie, ni el paso de los años ni la muerte misma. Esa certeza es y será nuestra verdadera retribución, así los humanos parezcan haberlo olvidado–. La mula escuchó estas palabras y guardó de nuevo silencio.

Cartel publicitario del IV Festival de la Mula y el Café en San Gregorio, que tendrá lugar entre el 11 y el 14 de octubre de 2024.

De pronto esta, dando un sobresalto que sacó al buey del ensimismamiento en el que también había caído, puso en él sus ojos. En ellos un raro brillo indicaba que alguna idea peregrina rondaba por su cabeza. –¿Qué?– Preguntó el buey intrigado. —“Hombe” buey, ¿no te das cuenta de lo que acabás de decir?– Dijo la mula, presa de una extraña emoción. –Sí, sé lo que dije, pero, ¿por qué te ponés así, tan agitada?– Antes de responder, la mula dio varios retozos por el potrero. Ello le ayudaría a clarificar su pensamiento y le facilitaría también el camino para encontrar los argumentos que le darían credibilidad; sobre todo, le ayudaría a encontrar lo que los humanos llaman la sustentación teórica para demostrar la viabilidad humano-animal de la sorpresiva propuesta que tenía en mente (en algún momento ella había oído hablar en ese curioso lenguaje a algunos funcionarios del Concejo Municipal de Ciudad Bolívar, cuando algún proyecto importante estaba en marcha).

–Bueno, te escucho– dijo el buey a la mula cuando esta retornó a su lado, ya con la certeza de que su propuesta tendría que tener acogida positiva; desde luego, al primero a quien tendría que convencer sobre la bondad de la misma era precisamente a este leal amigo suyo. –La cosa es así, “hombe” buey– dijo la mula; y continuó, –si la participación nuestra en la consolidación de la vida económica, social y cultural de lo que hoy es la comunidad de San Gregorio es un hecho evidente que nadie puede desconocer, ¿por qué no darle un estatus oficial a ese reconocimiento por parte del municipio de Ciudad Bolívar? ¿No hacen los humanos cosas parecidas con hechos como a ese que llaman la Independencia de Colombia, o regionalistas como el Día de la Antioqueñidad?– mmm, gruñó el buey y añadió: eso sería algo sobradamente justo. Sin embargo, veo un obstáculo, querida amiga –¿Cuál podría ser ese obstáculo, tratándose de una idea tan lógica y, sobre todo, de tanto significado para ella y sus ancestros?– pensó la mula, y así se lo dijo al buey, quien respondió. –El problema es cómo hacer para que la propuesta llegue a los oídos de nuestros hermanos en un lenguaje comprensible para ellos, teniendo en cuenta que ellos no tienen la capacidad para interpretar nuestros pensamientos y deseos, algo que sí sabemos hacer nosotros con los suyos–.

Y en ese momento ocurrió algo inesperado: la neblina se alejó repentinamente, el sol empezó a brillar con sus rayos vivificadores y los Farallones del Citará, ya despejados, parecían enviar desde la altura del picacho de San Nicolás una inmensa carga de energía y de confianza. Entonces lo supieron: la Conciencia Universal había captado y comprendido su deseo. El buey remató: –dejemos ahora en manos de la sabia naturaleza la responsabilidad de hacer llegar este mensaje a los oídos de quienes tienen el liderazgo y los medios para convertir en realidad esta idea. Ella tiene las herramientas para hacerlo–. Como la mula hizo cara de no entender a qué herramientas se refería, el buey aclaró: — mediante la activación de los dones de la conciencia y el del sentido de justicia que ella misma implantó en el espíritu de cada uno de nuestros hermanos los humanos–. Un fuerte y largo relincho se escuchó en todo el cañón de La Lindaja. ¡La mula, con su amigo el buey, había encontrado al fin la solución al motivo de su pensadera!

Y ese día, gracias a la decisión de la mula de no resignarse a la injusticia del olvido y a la sabiduría del buey filósofo, nació en San Gregorio el Festival de la Mula y el Café.

Nota:
Foto de portada. La mula y el arriero, pintura de Álvaro Fernández.

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Por Rubén Darío González Zapata 
Nacido en la vereda La Lindaja 
Corregimiento Alfonso López 
(San Gregorio) - Ciudad Bolívar 


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