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Por Francisco Javier Marroquín Ortiz
Ex director de Núcleo Educativo

Cavilaciones desde la montaña

A propósito del tan anhelado regreso a la presencialidad en las clases de escuelas y colegios, quisiera permitirme una corta reflexión, ya no como autoridad educativa sino como un ciudadano de a pie que no ha podido dejar la costumbre de sermonear.

Hace dos años tomé la decisión de jubilarme luego de alcanzar mi pensión y sorpresivamente tres meses después el mundo se sumiría en una pandemia de dimensiones inimaginables. De la noche a la mañana todo cambió y los servicios básicos, incluyendo el educativo, cesaron su actividad o la restringieron al mínimo contacto interpersonal por el riesgo de contagio.

Fue así como las puertas de los establecimientos educativos cerraron y las clases se volvieron virtuales en el mejor de los casos. Con una incipiente preparación y un exiguo equipamiento tecnológico, maestros y directivos se vieron en la obligación de rediseñar de afán (improvisar) un currículo supeditado históricamente a la magistralidad, en tanto que padres de familia y estudiantes, perplejos, tuvieron que sortear las vicisitudes e inequidades de la conectividad. Las reuniones virtuales en Meet, Zoom, Skype, Jytsi, entre otros, se volvieron imprescindibles en una sociedad “covidtizada” como recurso de primera mano. Otros, los excluidos digitales, se vieron abocados a ver pasar dos años con más pena que gloria en medio de un maremágnum de insulsos talleres que suplantaron la escolaridad.

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Cavilaciones desde la montañaEl encierro como consecuencia de las medidas públicas adoptadas para promover el distanciamiento social y evitar la propagación del virus fue el caldo de cultivo que desencadenó una crisis económica sin precedentes, un pánico colectivo y un sentimiento de claustrofobia, conflictos familiares originados por la permanencia forzada, el teletrabajo y las clases en casa. Toda una bomba de tiempo que impulsó al gobierno a tomar medidas desesperadas e irresponsables en pleno pico de la pandemia, como la apertura de algunos establecimientos a través de la mal llamada “alternancia educativa”, entre otras. Un paliativo para mostrarle a la sociedad una aparente vuelta a la normalidad cuando en realidad se convirtieron en su mayoría en espacios mecánicos para revisar y colocar nuevos trabajos.

Después de la debacle educativa donde se hizo el mejor esfuerzo por tratar de salvar o disfrazar dos años escolares perdidos nos quedan más incertidumbres que certezas, debemos preguntarnos entonces: ¿qué sigue ahora?, ¿cómo reinventar la escuela a partir de las lecciones aprendidas que nos deja una crisis sanitaria que aún no termina?

Los efectos colaterales de esta no solo nos dejan en el alma secuelas morales difíciles de superar, sino físicas, como el estado deplorable de una infraestructura educativa que traía los rezagos de varios lustros de descuido estatal y que aceleró su deterioro durante estos meses de abandono.

Hoy cuando puedo ver los toros desde la barrera de la montaña, después de haberme jugado la vida en la lidia con decisión y coraje, reivindico mi derecho a opinar desde el conocimiento de causa y con la autoridad moral que creo tener para hacerlo.

Es el momento indicado para abandonar las viejas prácticas de esa escuela obsoleta y ayudarla a morir con dignidad. El cambio es ahora o nunca, si esta violenta arremetida de la muerte no nos sacudió, no nos hizo comprender la fragilidad de la vida humana y dimensionar la inoperancia del sistema educativo, entonces, ¿qué nos podrá mover? ¡Directivos y maestros!: os exhorto a no perder esta oportunidad privilegiada. La nueva escuela nos espera.

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