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Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

Preocupado como he estado por la situación de mi país, desde hace tiempo no he hecho más que buscar y buscar la respuesta a una pregunta que no me deja dormir en paz: ¿Dónde se encuentra la llave que abra la puerta de entrada; esa que nos permita sumergirnos en el poderoso río de la transformación social que conduce hacia el inmenso y azul mar de las sociedades justas y desarrolladas?  De nada me sirvió buscar por el camino de los discursos políticos, por el de las elucubraciones de los politólogos de ocasión, el de los analistas de moda, el de sesudos pensadores y hasta por el de la Torre de Babel moderna llamada redes sociales. ¡Nada! En ninguno de estos recursos encontraba respuesta alguna, o si adivinaba en uno de ellos un pequeño destello, éste no era más que una mortecina luz que emanaba de una vieja bombilla que a duras penas rasgaba la oscura niebla de una cerrada noche de invierno.

De pronto, y como por un milagro de la Divina Providencia, creí habérseme iluminado el caletre. ¡Claro! ¿Quién mejor que Gustavo Petro (su discurso por la vida, por la protección del planeta, el proyecto de la paz total y la justicia para con los “nadies”, etc.) para encontrar en él esa respuesta que se me ha mostrado tan esquiva? Me seducían sus discursos y me atraía el hecho de que, siendo alguien que proviene del sector de la izquierda y no pertenece a la élite que históricamente ha tenido el poder, podía llegar a la presidencia con un proyecto político libre de ataduras y compromisos politiqueros, capaz de llevar a Colombia a la erradicación de sus grandes problemas estructurales que la han acompañado en estos ya largos 200 años de existencia como república independiente. Era esa la respuesta tan deseada a mi pregunta sobre el camino hacia el cambio social. Había, sin embargo, un “pero”: la personalidad de Petro; algo que me inquietaba mucho y de la cual dejó la muestra como alcalde de Bogotá. En efecto y pese a sus muy buenas ideas y seguramente buenas intenciones, aunque algunas cosas le salieron bien (educación, salud), en general Petro dejó la imagen de un mandatario improvisador (problema de las basuras), con serias dificultades para conformar un equipo de trabajo estable y sólido, que se desgastó excesivamente en confrontaciones improductivas, además de que incumplió o cumplió solo a medias un porcentaje muy elevado de sus propuestas de gobierno, aunque, para fortuna suya, el procurador Alejandro Ordóñez haya venido en su auxilio al alinearle los astros que pavimentaron su ruta hacia la presidencia. Una preocupación que me seguía dando vueltas en la cabeza. ¿Volvería Petro, siendo ya presidente, a cometer errores similares a los de la alcaldía?  Al tomar, pues, en consideración todos estos pensamientos, una especie de duda existencial se apoderó de mí; la duda de ser o no ser a la hora de decidir si le daría o no mi voto.

Siempre me gusta pensar que todo proyecto es un hermoso paisaje en cuyo horizonte se encuentra el punto de llegada. Amanecer en S. Gregorio, foto JDH.

El asunto era un dilema que queda explicado así: al aceptar que el proyecto político del Pacto Histórico era el que tenía los elementos necesarios para ser el camino que le permitiría a Colombia salir de esta especie de laberinto en el que, según mis más aviesas pesadillas, la violencia, el atraso, la inequidad y la dependencia externa, son monstruos mitad humanos mitad animales que, a la manera del Minotauro de Cnosos, se alimentan de las vidas, las esperanzas y los sueños destrozados de la gran mayoría de los colombianos. Al aceptar, como digo, esta visión de dicho proyecto, yo debería votar por Petro. Simple cuestión de coherencia. Pero, por otra parte, ¿cómo acoger con mi voto a un candidato engrandecido en el que ya empezaba asomarse el pedestal del héroe que él y sus incondicionales habían venido construyendo para convertirlo en el Teseo que habría de cortarles la cabeza a los monstruos del tortuoso laberinto? Porque la experiencia me ha dicho que en Colombia terminamos siempre llevando al Olimpo de los dioses a todo aquel que, con elocuentes y bellos discursos, nos convence de que va a hacer – esta vez sí — el milagro de salvar a Colombia en los cuatro años de su período de gobierno; somos un país “caudillófilo”. Una forma también, luego de votar por Supermán de turno, de dejar en manos del elegido toda la responsabilidad del país, mientras nosotros como ciudadanos nos desmontamos por las orejas. Esta perspectiva me inquietaba. No quería votar por un héroe fabricado por la emocionalidad de incondicionales seducidos por bellos discursos; quería hacerlo por un alguien honesto, coherente, desprovisto de expectativas alucinantes que, además de proponer un proyecto político convincente, creíble y motivador, tuviera la grandeza suficiente para reconocer sus errores y aprender de ellos. Dos elementos que, desafortunadamente y para mí, no casaban en la personalidad de Petro. ¿Entonces qué hacer?

Pero una vez más y, como en muchas otras ocasiones, la respuesta vino de una fuente inesperada: la voz de una sabia y sencilla mujer, que ha dedicado su vida entera a luchar por el bienestar y los derechos de los más desvalidos y marginados, quien me hizo ver que la respuesta a la pregunta no estaba en un individuo, en este caso Petro, así éste fuera el autor de un proyecto político extraordinario. La respuesta estaba en que el cambio hacia una nueva nación, justa, desarrollada, equitativa, tendría éxito si este obedecía un compromiso nuestro como sociedad y como individuos. De acuerdo con esta mujer, cuando un candidato somete su nombre al voto popular y sale elegido, en realidad quien sale elegido es el correspondiente proyecto político con el que se le elige y, a partir de ese momento, éste deja de ser propiedad del candidato para convertirse en una especie de bien colectivo en manos de quienes le dieron su voto e, inclusive, propiedad de quienes lo adopten como suyo, así no hayan votado por el candidato en cuestión, algo que para mí resultó ser una verdad de vital importancia y que, de paso, resolvió mi dilema.

¡Ahí estaba la respuesta que tanto había esperado! Mi decisión, en consecuencia, fue la de no votar por Petro, porque no compartía el enfoque caudillista que le estaba dando a su personalidad (voté en blanco), pero sí acoger el proyecto del Pacto Histórico como algo que me concierne en mi calidad de ciudadano, con la determinación de trabajar en esa dirección en la medida de mis posibilidades y en cuanto de mi dependa, empujando desde la esquina que me corresponda y defendiéndolo de los ataques de quienes lo quieren frenar, inclusive, defendiéndolo de los errores del mismo presidente y su equipo de gobierno. ¿Y Petro? Bien, él es un ser humano que se puede equivocar, como todo humano – y ya lo ha demostrado – pero eso no le impide, en su rol de presidente en estos cuatro años, ser el responsable por la adecuada conducción de este barco llamado Colombia, con la carta de navegación que es el proyecto político acogido por nosotros como electores efectivos o “adoptivos” (mi caso), llevarlo hasta el puerto que le hemos indicado y entregarle la posta al siguiente conductor, quien habrá de recogerla para continuar la marcha, siempre dentro de la ruta fijada por quienes “firmaron” con su voto esa carta y por quienes, sin haber votado a su favor, la hemos adoptado como propia. Fue así como comprendí por fin que la llave del cambio está es en manos de todos nosotros, los colombianos.

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Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
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