Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
El día – como otros tantos que transcurren en medio de la rutina diaria de la vida del campo – ha terminado. Luego de haber cenado, una vez lavados los pies con agua caliente que mamá sagradamente nos suministra – casi siempre vamos descalzos, especialmente los varones – y rezado las oraciones del día, estamos listos para emprender el sueño reparador que habrá de depararnos la noche. De pronto, un lejano y repetido sonido proveniente del cafetal de los Restrepo, llega a nuestros somnolientos oídos. Es el ladrido típico de Sombra, la perra cazadora de Pablo, cuando levanta una presa. Se trata seguramente de una zarigüeya (que por estas tierras se le denomina chucha), habitante endémico de esta región. Imagino al pobre animal aterrorizado trepado en lo alto de un enorme piñón, a donde logró subir antes de que la cazadora le diera alcance cuando andaba en busca de comida, probablemente para poder sostener a su camada de cachorritos. Igual que muchas otras, la chucha es una especie animal de hábitos nocturnos al que nuestra cultura ha convertido en un ser insignificante, sucio, de aspecto desaliñado y hasta despreciable; su cola, lisa y larga, así como su forma física y el color de su pelaje, le dan un aspecto muy parecido al de una rata. En resumen, un objeto cuya vida no tiene para nosotros un valor importante, aparte de ser una especie de blanco, útil para afinar la puntería y satisfacer el instinto cazador de un perro, porque, una vez muerta, ni siquiera Sombra se la comerá. Un disparo se escucha y cesan los ladridos; la chucha ha caído del árbol, atravesada por los perdigones del arma, para ser dejada allí a fin de que los gallinazos y otros carroñeros la devoren, mientras que Pablo y su animal de cacería regresan al tibio calor de la cama, con la creencia de haber hecho una buena obra.
Reflexionando hoy día sobre un hecho como éste, no deja de impresionarme el enorme daño que los seres humanos le hemos hecho a la Naturaleza, con prácticas indiscriminadas y antitécnicas de cacería, pesca y tala de bosques, sin hablar de la contaminación de ríos, quebradas y otras formas de abuso de los ecosistemas de los cuales estamos rodeados, hasta el punto de llevar a muchos de ellos a su práctica extinción; una forma de relacionarnos con el medio ambiente que, vista de manera realista, equivale a cortar la rama en la cual estamos sentados.
Esta imagen es, por sí misma, un mensaje preocupante sobre la amenaza que representa para el ecosistema de los farallones de Citará la conversión de sus áreas aledañas en tierras de cultivo. ¿Qué tan retirados de sus límites se encuentran los sembradíos que se ven aquí? (Foto de Álvaro Zapata, bajada de Facebook).
Uno de esos ecosistemas que nos atañe directamente es el de los Farallones del Citará, que se extiende por los municipios de C. Bolívar, Andes, Betania e Hispania — compartido igualmente con el departamento del Chocó –, municipios que conforman la subregión en donde éste se encuentra ubicado y que la Corporación Autónoma Regional del Centro de Antioquia, CORANTIOQUIA, sitúa en la categoría de Reserva Forestal Protectora (Res. 387 de junio 22 de 2011). Un ecosistema sobre cuya importancia, me temo, no hemos tomado aún los habitantes del suroeste la suficiente conciencia. Y es que, después de haber actuado de manera tan inmisericorde sobre nuestros recursos forestales, acuíferos y de fauna — lo de la cacería de la chucha no es más que un significativo episodio en esta racha depredadora — a lo largo de cerca de 150 años, si empezamos a contar desde el momento en el que comenzó la Colonización Antioqueña, la preservación de un recurso ecológico tan crítico como es el del Citará tal vez sea lo último que la sensatez y el mero instinto de supervivencia nos obligue a hacer. Sin embargo y a juzgar por lo que se ve, por ejemplo, en las redes sociales, aparte del trabajo que vienen haciendo algunos (muy escasos) amantes de la naturaleza, entre los que encuentro el nombre del señor Francisco Javier Puerta Viana a través su página de Facebook, Ecología Humana y Recursos Naturales, que incluye un muy básico inventario y registro de plantas y animales endémicos del lugar, para la generalidad de los habitantes y turistas, estas montañas no pasan de ser un bello y hasta romántico complejo de cordilleras en el mejor de los casos, pero sin que ello se traduzca de manera sistemática y decidida en un compromiso general y concreto con la protección, la educación y la creación conciencia sobre la importancia vital de este ecosistema.
Es aquí donde la Política (Política con mayúscula, no la politiquería a la que hemos estado tan esclavizados) tendría que entrar a jugar su papel decisivo. ¿Cuántos de los proyectos políticos de quienes aspiran a ser elegidos a las alcaldías, a los concejos municipales, a la asamblea o a la gobernación, tienen incluido el capítulo de la protección del medio ambiente como una prioridad fundamental de sus propuestas? ¿Qué están haciendo las alcaldías de los municipios de esta subregión en materia de educación y protección del medio ambiente? Cuando ocasionalmente he cruzado algún mensaje con el señor Puerta sobre esta realidad, lo que percibo en sus palabras es una sensación de estar trabajando solo, sin un respaldo institucional efectivo, sostenido y sistemático, de parte de las alcaldías de esta parte del departamento de Antioquia. ¿Qué dirán al respecto los informes de gestión de los mandatarios actuales próximos a entregar sus cargos? ¡Me gustaría mucho saberlo!
Nota:
Belleza de la naturaleza en su forma más vulnerable. (Foto Historia del corregimiento de San Gregorio).
En medio de un panorama tan inquietante como el anteriormente descrito, me encuentro con una noticia alentadora conocida en estos días a través de las redes sociales: la aparición de un cachorro de tigrillo en un camino de la Lindaja, vereda de San Gregorio, el que fue hallado por una niña estudiante de la escuela rural de esta localidad y que, por iniciativa de su profesora y la señora Luz Adiela Guerra, fue puesto bajo la protección del veterinario de la UMATA de C. Bolívar. Y digo alentadora, porque estaba convencido de que esta especie animal había desaparecido de los escasos bosques que a duras penas nos quedan hoy en día, aunque se sabe que en la reserva de los farallones han sido vistos algunos ejemplares de esta especie. Las personas que se interesaron por el rescate de este pequeño felino, especialmente la niña estudiante — cuyo nombre ignoro –, gracias a cuyo amor por la naturaleza éste podrá regresar de nuevo a su hábitat, merecen por esta obra todo nuestro reconocimiento.
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