Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
Segunda parte
La narración de Pablo me transporta de nuevo a aquellas lejanas montañas junto a la pareja de colonos. La mujer, de escasos 15 años, es una chica que hasta hace apenas unos cuantos meses jugaba a las muñecas con sus hermanas y amigas y que, de un momento a otro, casi sin saber cómo ni a qué horas, pasó de ser una niña a convertirse en una señora, con un esposo a quien obedecer y atender, según se lo venía repitiendo su madre cuando le enseñaba los oficios caseros que toda buena esposa debe saber hacer, prácticamente desde que ella supo que, por ser mujer, ese era fatalmente su destino; se lo repitió también el cura de la iglesia el día que los casó.
A medida que Pablo va desgranando sus palabras, no puedo menos que sentir también con ella la inmensidad de la tarea a la que se enfrentaba y el futuro que le esperaba en la soledad de esas agrestes tierras.
Han pasado – según Pablo – algunos meses, durante los cuales, con mucho esfuerzo y trabajando entre los dos, la pareja ha logrado levantar un pequeño bohío apenas suficiente para poderse guarecer de las inclemencias del clima y estar fuera del alcance de los animales salvajes, cuyos lejanos rugidos se alcanzan a escuchar a toda hora, especialmente en las horas de la noche. En unas improvisadas eras crecen vegetales y un cultivo de maíz y fríjol empieza ya a surgir en una parte de campo ya talado. De allí obtienen los alimentos vegetales necesarios, complementados con la carne producto de la cacería de animales que abundan en los alrededores: guaguas, armadillos, venados y toda especie de aves que se ponen a tiro de escopeta. Ocasionalmente también, del río obtienen pescado, lo que les permite variar un poco la dieta alimenticia. En realidad, la consecución de alimentos frescos no es un problema serio: en aquellas selvas la comida es abundante.
Todo, al parecer, iba bien, salvo el estado de ánimo de la esposa, cuyo espíritu empezaba a verse resentido por la falta que le hacía su familia, sus amigas y, sobre todo, los servicios religiosos a los que su madre la tenía acostumbrada. La angustia de no haberse podido confesar con el sacerdote y de no haber ido a misa durante el tiempo transcurrido la atormentaba. Sus imaginarios pecados no lavados en el confesionario la llevarían, según ella, a la condenación eterna en caso de morir en esa lejanía. Estos y otros miedos empezaban a minar su espíritu. Sin embargo, el estar los dos empeñados conjuntamente en aquel esfuerzo le daba la energía para seguir adelante. Al menos por el momento.
Pero entonces, algunos elementos esenciales que no se conseguían en aquellas montañas empezaron a escasear: la sal, la panela para la indispensable agua de panela, más semillas de maíz y frijol; la pólvora y las municiones, indispensables para la cacería, habían empezado a agotarse también y algunas herramientas necesitaban de reposición. Ir al caserío más cercano para abastecerse de estas cosas era, pues, una necesidad ineludible y lo tendría que hacer el esposo a solas, pues la choza no podía quedar a merced de los animales salvajes. La perspectiva de la soledad que le esperaba a aquella mujer, al menos por ocho días que tardaría en regresar, la llenaba de espanto; un miedo que invade también mi mente mientras sigo, paso a paso, sentado con mis hermanos en el quicio del corredor de la casa, este relato, que ahora empieza a tomar un giro dramático.
Así pues, una vez ausentado el esposo, la soledad de la selva, el sentimiento de desolación y la sensación de abandono que experimentaba aquella mujer van transformando su carácter apacible y sumiso en una rabia incipiente; unos accesos momentáneos y preocupantes de fiebre empiezan a afectar también su salud física. La ausencia del esposo completa ya siete días; días que se hacen cada vez más largos, lúgubres e insoportables. ¿Cuánto tiempo más tendrá que esperar para el regreso del colono?
¡Me pregunto qué irá a pasar!
Una tarde, después de más de 10 días de ausencia, por fin éste regresó a casa, cargado con las cosas que pudo comprar y que de alguna manera había podido transportar sobre sus hombros. Sin embargo, la esposa que había dejado al viajar ya no era la misma que encontró a su llegada. Algo en ella había cambiado; su carácter ya no era el de la muchacha dócil y resignada con la que se había casado, sino el de una persona ensombrecida por los miedos y una rabia incontrolable. Las fiebres, acompañadas de delirios insoportables, la estaban llevando a límites imposibles. Por fin, una noche, con su cuerpo incapaz de soportar más el sufrimiento, la mujer murió.
Sentado mientras sigo la sobrecogedora narración, no puedo evitar imaginar el terror y la angustia que debió invadir a aquel hombre ante la muerte inesperada de su esposa, tan lejos de toda posibilidad de apoyo humano. ¡Mi ansiedad empieza a llegar también a límites insoportables! Las palabras de Pablo han tomado ahora el giro trágico que ya me había imaginado y que tanto terror me causan.
La noche – continúa el relato –, como eran muchas de las noches en la ahora aterradora selva, era tempestuosa; los potentes rayos que desgarraban con violencia la oscuridad, iluminaban momentáneamente la escena de dolor que se vivía en el triste bohío, inmerso en las amenazadoras montañas y hasta el pequeño río, que en otros momentos contribuía a la paz y sosiego de la pareja, era en estos momentos un raudal de aguas tormentosas que amenazaba con arrastrarlo todo a su paso. Pero no había nada más que hacer: había que ir a la aldea a buscar ayuda para llevar el cadáver y poder darle cristiana sepultura, luego de la aplicación de la extremaunción por parte del sacerdote, con la esperanza de que, de esta forma, Dios tuviera piedad y perdonara póstumamente los pecados de la mujer. El esposo, pues, se dispuso a preparar todo para tomar el camino en las horas de la madrugada del día siguiente.
¡Entonces, ocurrió algo inimaginable! En un momento en el que éste debió salir del bohío para recoger unos plátanos maduros para tener alimento por el camino, al regresar, la luz momentánea proyectada por un rayo le mostró la presencia de alguien de pie en la puerta de entrada. ¿Estaría alucinando? ¿Quién podría ser esa persona?
En una momentánea pausa, tengo apenas aliento para reponer mi mente de la ansiedad con la que estoy viviendo este relato, que habrá de continuar más adelante.
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio