En una casa muy similar a ésta, en la vereda de La Lindaja, crecimos mis hermanos y yo, escuchando también de labios de nuestra madre, mamá Julia, bellos relatos de su infancia y juventud.
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
Si había algo que me fascinara en mis años de infancia eran las reuniones familiares, generalmente en la casa de los abuelos o en la de nuestros vecinos más cercanos, los Restrepo. Verdaderos momentos de esparcimiento en los que la rutina de la vida diaria se rompía por unas horas para dar paso a la música de cuerda a cargo de los hermanos Pablo y Guillermo, integrantes de esta familia, más algún otro vecino o trabajador que andaba de paso, quienes, a golpe de tiple y guitarra (a veces también bandola), entonaban bellas y románticas melodías. Otras veces la reunión transcurría al ritmo de relatos de aventuras y travesuras de los adultos cuando eran, igual que nosotros en esos momentos, chicos que empezaban a vivir la vida; un arte para el cual Pablo, y ocasionalmente mi abuelo, eran verdaderos maestros. Admiraba yo en ellos esa innata capacidad con la que la naturaleza los había dotado para narrar historias que, más que para ser escuchadas, estaban hechas para ser vividas por una mente soñadora como la mía. Relatos que generalmente hacían referencia a leyendas sobre acontecimientos que solían ocurrir durante la colonización antioqueña, cuando esta parte del mundo era una hoja en blanco sobre la cual nuestros tatarabuelos empezaban a escribir el libro de la historia del suroeste, allá por el siglo XIX y comienzos del XX. La magia de la memoria me permite hoy revivir uno de aquellos inolvidables momentos.
Son aproximadamente las 6 y 30 y mamá Julia nos informa que vamos a ir a la casa de papá José y mamá María, porque esta noche vendrán los Restrepo. Es una noche fría y el cielo encapotado impide disfrutar de la tenue luz de la luna y las estrellas, así que el camino del recorrido desde nuestra casa hasta la de los abuelos lo haremos guiados por la memoria que guardamos de la ruta, a la vez que guiados por la flama de la caperuza que cuelga de la viga del corredor de la casa de nuestro destino. Una vez en aquella casa, que a mí se me hace enorme, escuchamos las voces de personas que se acercan: son los Restrepo que en estos momentos atraviesan la puerta de la cerca de alambre que la rodea y que evita que vacas y caballos terminen metiéndose dentro. Unos minutos más tarde todos los asistentes a la velada de hoy estamos completos. Nos aprestamos a vivir una velada de cuentos y leyendas. ¡El escenario está listo y Pablo es el protagonista!
Cuentan – dice Pablo — que hace mucho tiempo, cuando los pueblos no eran más que incipientes caseríos de chozas rodeados de selvas cubiertas de espesa vegetación y gigantescos árboles, todo tan tupido que difícilmente los rayos del sol podían atravesarla, un hombre, imbuido del espíritu aventurero tan común en los habitantes de la Antioquia del siglo XIX, soñaba con ser el dueño de grandes cultivos y pastizales con los que podría llegar a labrarse una fortuna tal que le permitiera llevar en el futuro una vida económicamente desahogada, así como alcanzar renombre y reconocimiento entre los habitantes de aquellas regiones. El desafío era enorme porque para ello él y la mujer con la que hacía muy poco se había casado, habrían de abrirse paso por lejanas y azarosas montañas de baldíos a varios días de camino del caserío más cercano. Temerosos de los enormes riesgos que una aventura como esta implicaba para la joven pareja, especialmente por tratarse de un sitio tan alejado de los recursos de la aldea, su familia y amigos trataron de disuadirlo, sin resultado efectivo alguno. Su esposa, sumisa como eran las mujeres de aquellos tiempos, no encontró otra alternativa que seguirlo.
Lenta, pero inexorablemente, la narración avanza. Son ya más de las 8 de la noche; el viento ha amainado y hasta los grillos y las ranas han callado. La voz de Pablo es ahora el único sonido que rompe el silencio en el que estamos sumidos; al ritmo de sus palabras, mi mente, absorta e inmersa en el relato, es ahora un personaje más que, de incógnito, viaja también con estos aventureros a través de bosques azarosos dentro de cuya espesura habita toda clase de animales peligrosos, fantasmagóricos espíritus y entes aterradores que enloquecen a los seres humanos cuando son vistos.
Después de varias jornadas de camino – continúa Pablo — abriendo trocha a través de selvas cada vez más profundas y remontando un río de aguas cristalinas, la pareja dio con un claro Enel bosque; un sitio en el cual, al fin, se podían ver y sentir los alentadores y vivificadores rayos del Sol. En mi mente puedo sentir también la alegre sensación de alivio que debió experimentar la pareja de colonos, al arrullo del sonido tranquilizador de las aguas claras del río que corría cañón abajo: — “Este sitio es el adecuado para levantar nuestra casa” – concluyeron los arriesgados emprendedores. Así que, de inmediato, iniciaron la construcción de una improvisada enramada para pasar las primeras noches como habitantes de aquellos montes, para escasamente resguardarse de las lluvias y de los peligros que entraña la desconocida selva.
De acuerdo con la narración de Pablo, los nuevos colonos por primera vez toman conciencia de la magnitud de la tarea que les esperaba: arrancar de aquellos agrestes baldíos el hogar donde habrán de sacar adelante su familia y construir un patrimonio económico, sin más medios que las escasas herramientas que pudieron llevar consigo, las pequeñas cantidades de semillas de maíz, frijoles y otros vegetales comestibles que pudieron transportar para la siembra y una escopeta con la que habrían de conseguir la carne que necesitarían para poderse alimentar; todo ello lejos de sus familias, a varios días de camino de la aldea más cercana y, sobre todo, lejos de los medios religiosos necesarios para proteger sus almas de las acechanzas de Satanás, algo de mucha importancia dentro de las creencias religiosas de las gentes de aquellos tiempos: la misa, la comunión y, de manera especial, la confesión, con la que, periódicamente, obtienen las personas el perdón de los pecados que, inexorablemente, cometen todos los mortales. ¡Un desafío de enormes proporciones!
Aquí Pablo hace una pausa que aprovechamos todos para degustar la sabrosa merienda de espumoso chocolate acompañado de la parva que trajo papá José de San Gregorio el pasado domingo, y que preparó mamá María mientras que transcurría la narración. ¡Una dicha sin igual!
Esta historia continuará.
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