En el barrio Divino Niño del municipio de Valparaíso, una casa azul rodeada de jardín nos abre sus puertas. Allí vive doña María Fabiola Osorio Garzón, una mujer de 78 años de edad que conserva en su memoria y en sus manos la receta de una de las más deliciosas jaleas de pata.
Nos recibe con una sonrisa amplia y una amabilidad serena. Su cocina es impecable. De la nevera saca varias jaleas negras, cortadas perfectamente, y las sirve con una porción de jalea blanca. Acompaña la degustación con buñuelo y un vaso de agua, “para equilibrar el dulce”. En su casa, decorada con plantas, fotografías familiares y objetos llenos de significado, se respira calma y amor.
María Fabiola nació y creció en la vereda La Aurora. Su infancia transcurrió entre cafetales, caminos de barro y quebradas que aprendió a cruzar sin miedo. A los siete años hizo su primera comunión en la vereda El Guayabo, también perteneciente a Valparaíso. Recuerda los largos trayectos hasta la escuela rural La Miel, ubicada a cinco kilómetros. A veces, cuando el río crecía o las lluvias impedían el regreso, buscaba posada en alguna casa vecina. Así se forjaron sus pasos.
Fueron ocho hermanos, aunque dos murieron muy pequeños. Los otros viven en Jericó, Itagüí, La Tebaida y otros lugares. “Aquí nací, aquí me crié. Este pueblo yo no lo cambio por ningún otro”. Vive sola, “con Misia Soledad y don Silencio”, dice con humor, en la misma casa donde vivieron sus padres después de dejar la vereda.
Esa casa la consiguió gracias a la gestión de un sacerdote que, con ayuda de benefactores, repartió terrenos para formar barrios como Santa Cruz, La Trinidad y La Virgen. Fabiola trabajaba en ese entonces en una pequeña rama de Coltejer, enflecando colchitas con pinzas y bordando a máquina. “Las máquinas extranjeras reemplazaron el trabajo de 18 mujeres”, recuerda. Al cerrar la empresa, el sacerdote -conmovido por su disciplina y su rol como madre cabeza de hogar- la ayudó a conseguir el solar por 500 pesos, una fortuna en su momento.
La casa la construyó sin planos, a su gusto: “todo lo tenía en la mente. Dije: hágame una pieza aquí, otra allá, una cocina grande, porque estaba enseñada a cocinar en una chiquita. Luego hicimos el comedor, que antes era un patio”.
Allí crió a sus hijos: Óscar Hernán, Claudia María y Jorge Antonio. Juan Pablo, otro hijo, fue criado por sus abuelos paternos y vive lejos. La pérdida de Jorge Antonio, hace 17 años, fue un golpe profundo que aún le duele. De sus hijos habla con amor y admiración. Claudia, hoy concejal del municipio, es motivo de orgullo: “Es la mejor concejal”, dice.
La tradición de preparar jalea de pata la heredó de su madre. En la vereda, cuando nadie sabía qué hacer con las patas de res del matadero, su madre las recogía, las limpiaba con leña y preparaba una gelatina espesa, nutritiva. Fabiola comenzó a hacer jalea a los 23 años de edad, después de casarse. Recuerda cómo su madre colaba el caldo, separaba el aceite y lo usaba como remedio natural: “con eso nos peinaba. Es bueno para el cabello, lo fortalece”.
Con el tiempo, Fabiola perfeccionó la receta: aprendió a blanquear las jaleas, medir la panela exacta, darles brillo y textura. Hoy las vende a 11 mil pesos, y también elabora aceite de pata con romero como una receta natural. “Ese aceite puede durar uno o dos años sin oler feo”, dice mientras señala las botellas recicladas donde lo guarda. Antes vendía también los huesos sobrantes a compradores de chatarra, pero ahora debe desecharlos porque las bodegas cerraron.
Cada día se levanta entre siete y media y ocho de la mañana. Desayuna ligero: “carnita, huevitos, buñuelitos o agua de panela con leche y granola”, y luego se dedica a su casa, sus matas y su cocina. La jalea la cocina en un fogón de leña, en el patio. “Primero cocino la pata a fuego lento, unas cinco horas, en una olla de presión. Eso lo hago en un fogón de luz que me puso mi hijo, por si explota, que no me haga daño”.
Cuela la mezcla en un talero de velo suizo: “por eso mi jalea es tan sedosa. No tiene ni un solo coágulo. No como esas que quedan con grumos”. Se asegura de retirar hasta el hueso más pequeño, incluso uno que parece una muelita, que puede dañar la licuadora. “Nunca me ha pasado, porque tengo cuidado”.
“Es que se deshace en la boca. Quien prueba, repite – dice – esto es un arte. Muy poquita gente hace jalea buena. Allá arriba había un señor que hacía, pero sabía diferente”.
Hoy, si alguien le encarga jalea y está cerca, se la lleva, sino, pide que venga. Sabe que no cualquiera puede hacer lo que ella hace: “la gente aprecia el sabor, la textura, el cariño que le pongo”.
Aunque no le duelen los brazos, siente el cansancio de los años. “Uno siente que se va agotando el corazón. Cuando me estiro mucho, me cuesta respirar. No es que me asfixie, pero me canso”.
Además de sus raíces y su arte Fabiola ama Valparaíso. “Aquí están mis raíces, mi arte, mi familia. No le pido más a la vida”, dice mientras riega sus plantas.
La gente en Valparaíso es amable, cercana, cálida. El clima también: entre el frío de Caramanta y el calor de La Pintada, Valparaíso tiene ese equilibrio perfecto.
Con su historia en el corazón, su receta entre las manos y la dignidad intacta, doña Fabiola vive en la casa que construyó a su modo. “Mi casa no la cambio por un palacio”, dice. Y no lo necesita. Allí tiene todo lo que hace de una vida, una vida plena.
Lea también: En Fredonia: Don Nando entre el comercio y las historias