Por Francisco Javier Marroquín Ortiz @fmarroquin68
Mi amistad con Álvaro Salinas se remonta a principios de la década del 80, cuando compartíamos inquietudes artísticas en el Liceo San Fernando y yo en la Normal Victoriano Toro. Éramos dos flacos, él un flaco pecoso que lucía un corte afro pelirrojo inconfundible, su presencia no pasaba inadvertida, primero por su apariencia, inusual para la época y segundo por su estilo, revolucionario y singular. Siempre lo envidié y lo admiré. Tenía una manera original de concebir las formas y de experimentar con diversos materiales que le posibilitaran su expresión. Hizo parte del colectivo de la revista Omega, la cual se convirtió en un medio de difusión de su obra, fue monitor del Hogar Juvenil Campesino y de la Casa de la Cultura de Amagá. Siempre haciéndose preguntas, inmerso en sus silencios y su mundo creativo. Tenía el don de transformar la materia en arte: arcilla, madera, carbón, icopor y hasta cuadros de jabón Rey. Combinando la pintura, la escultura y la palabra, esta última, profunda, suave y alargada como sus trazos, que terminaban en un murmullo casi imperceptible ¡Hable pues duro, hermano, pa’que le paren bolas!, le decía.
Al terminar el colegio, me lo encontré un par de veces en el pueblo, hasta que regresé en 2006 a trabajar a Amagá. Había consolidado su estilo. Su exigua formación académica se había limitado a unos cursitos en Bellas Artes. Su situación económica era precaria, siempre urgido de trabajo porque había decidido vivir del arte, que en un medio como el nuestro, representa un desafío permanente de hacer malabares para satisfacer las necesidades básicas. Sus placas conmemorativas en arcilla le habían permitido obtener algunos recursos para solventar sus gastos personales, pero cada vez se hizo más difícil su contratación con la administración pública. Gracias a este trabajo su obra se popularizó y engalana hoy, las paredes de muchas casas, colegios, empresas y oficinas de la localidad.
Ese mismo año, convertimos mi oficina de la Casa de la Cultura, en una galería de arte, logrando vender dos obras que lo llenaron de satisfacción y alivianaron su carga existencial. Se vinculó a varias iniciativas que impulsamos desde el Núcleo Educativo, como el Centro de Historia, el proyecto Recicrearte, la Vitrina Artesanal y la Asociación de artistas y artesanos de Amagá -Asoamarte.
Los encuentros ocasionales con Álvaro se convirtieron en unas interminables tertulias al calor de un café, donde evocaba las épocas gloriosas de su juventud, de sus amigos y amores incomprendidos, siempre receloso con su trabajo, desconfiado como el que más, despotricando de los políticos que lo habían utilizado siempre para ganar electores y de otros artistas que estaban plagiando su obra, su discurso entrecortado pasaba por todos los estados de ánimo cuando hablaba de su pueblo.
Si bien, siempre nos unió una amistad especial, en sus últimos años, cegado por el glaucoma que le disminuyó más del 90 % de su visión, tuvimos una mayor cercanía. Lo buscaba en Cositas Ricas o en Claro de Luna para saber cómo iba evolucionando su enfermedad, qué necesitaba para poder realizar su trabajo, cómo podía participar en algunos eventos o simplemente para compartir un tintico, un algo o un almuerzo, y escuchar su conversación pausada pero intensa, donde siempre me contaba sonriente sus penurias, poniéndole buena cara a la adversidad, imaginando obras monumentales que podría hacer a pesar de su ceguera, susurrando entre dientes que le estaban robando, que alguien o algo lo asediaba en su casa y quería hacerle daño. Me contaba sueños misteriosos donde le daban instrucciones para rastrear sus apellidos. Siempre haciendo reminiscencia de sus amores de juventud, de la novia que se le fue para México y de otras que sólo existían en su imaginación.
Concebimos un proyecto de una mina museo para realizarlo en mi finca en Yarumal, sin saber que sería el último mural que pintaría, allí realizamos cinco sesiones de trabajo. Lo recogía en el pueblo, y con la ayuda de espejos y un reflector, creamos condiciones para facilitar su labor. Me llamaba constantemente a preguntarme por la tonalidad de los colores, preocupado por la definición de las formas, por la anatomía y la perspectiva, ¡no se preocupe hombre, que así está bien! Le decía para bajar su nivel de ansiedad.
Hace un par de meses había sufrido un accidente en las escalas del atrio, siete puntos en su frente fueron la premonición de que algo mayor podría sucederle.
- Me contaron que usted estuvo buscando petróleo en el parque, le dije entre risas cuando lo visité en su casa.
- Siempre me estaba pegando duro Marroquín, me dijo, ¡vi la muerte cerquitica!
- Ponga mucho cuidado, sobre todo en la noche, porque usted es muy callejerito.
- ¡Sólo me faltó un escalón!, exclamó.
- Menos mal fue sólo uno, ¿qué tal si hubieran sido dos?
Nos quedó pendiente una última visita para realizar acabados. Esta última obra, revela la esencia de su universo creativo y las limitaciones que tuvo que sortear al final de sus días, con imágenes borrosas, colores difusos, sombras que se diluyeron en una oscuridad casi total y la luz, esa luz que se fue apagando lentamente como la llama de una lámpara de carburo dentro del socavón.
Recibí la llamada desde el hospital donde estaba internado, era su amiga Lina, quien me hizo la caridad de ponerle el celular en el oído para despedirme.
- El neurólogo dice que es muy probable que pueda escuchar, ¡háblele!
- Álvaro, amigo, qué difícil es decirte adiós, nunca olvidaré los momentos compartidos y todo lo que en vida nos unió. Ya no tendrás que preocuparte por el día a día. Me encargaré de difundir tu obra y exaltar tu memoria, le dije.
Unos ojos turquesa nos miran ahora desde el cielo sin limitación visual, unas manos pecosas toman el pincel con precisión, descubren colores nunca vistos y plasman en un lienzo esas formas curvilíneas que definieron su estilo… ya no me pregunta por el color del acrílico que tiene en sus manos, porque puede verlo claro y luminoso… esas manos callosas que esculpieron carbón, tallaron jabón Rey y moldearon la arcilla de su pueblo.
Hoy el cielo amaneció pálido y rojizo, como su pelo. Los fantasmas que lo acechaban en las noches, desaparecieron por arte de magia, las voces que oía se acallaron y ahora sólo escucha esas canciones protesta que tanto le gustaban. Puede reencontrarse con su novia que se fue pa’ Mexico y decirle que nunca la pudo olvidar. Ahora puede contemplar desde la altura, lo que hay detrás del Cedro, Nicanor y la Piedra Pelona, detrás de estas montañas donde estuvo cautivo tantos años, conocer el mundo y sus misterios, pasear por los grandes museos del mundo que nunca conoció y bajar cuando le dé la gana, con sus bluyines desteñidos, su inconfundible camisa a rayas y su mochila cruzada, a tertuliar como siempre y a esperar con optimismo a que algún parroquiano lo invite a un tintico.
Francisco Javier Marroquín Ortiz Amagá, 28 de marzo de 2025