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Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro


Entrega 4

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

Mañana es domingo y mi mamá dice que debemos ir a La Libia para asistir a la misa y, de paso, hacer algunas compras. ¿La misa? ¿Qué es la misa? La pregunta cae en el vacío porque mi mamá está muy ocupada preparando las cosas para el día siguiente: dejar hecho el almuerzo para cuando regresemos y dar las instrucciones a mi hermana mayor, Ofelia, de escasos 9 años, para cuidar a las dos niñas que me siguen: Maruja y Julieta. Son muy pequeñas para poder acompañarnos. Asimismo, preparar la ropa que nos vamos a poner. Para mí, el vestuario dominical consistirá en un pantalón de manga corta, sin remiendos, camisa igualmente de manga corta, medias y zapatos (usualmente en semana voy descalzo). Hoy, además, nos bañaremos para estar lo más limpios que sea posible. Mamá deja lista igualmente su propia ropa dominguera: una hermosa blusa de seda color blanco y una falda de paño color negro (va de luto desde que murió mi papá).

Ya todo listo para el día siguiente y luego de comer el usual plato de frijoles con la pequeña porción de carne o chicharrón y la arepa redonda, todo coronado con la taza de agua de panela que hace de sobremesa, no queda más que hacer los oficios finales y recitar una especie de historia religiosa que se llama el Rosario, para ir finalmente a la cama con gran expectativa. ¡Mañana será un día muy especial!

Panorámica San Gregorio tal como está actualmente. Juan-Kno.

Es la mañana del día siguiente y cuando despierto ya mamá nos tiene listo el desayuno, compuesto, también como siempre, de una arepa delgada asada en las brasas, a la que le ponemos un poquito de manteca para hacer más agradable su sabor, más una taza de chocolate; ocasionalmente, el desayuno va acompañado de calentao de frijoles, cuando ha sobrado algo de la comida del día anterior. Mientras desayunamos, mamá se arregla el cabello peinándose con una especie de fijador que fabrica con la sustancia que saca de la hoja machacada de una planta que hay en el jardín. Con su ropa dominguera, más una pasada por sus mejillas de una suave capa de rubor, mamá luce muy bonita.

El viaje me resulta especialmente pesado, pero la ansiedad por conocer el caserío hace que el cansancio sea soportable. Luego de atravesar la finca de José Vélez, la de Heraclio Uribe, un potrero muy grande que se llama El Micay, la quebrada de Aguas Frías, que surte de agua a San Gregorio, y vadear por la parte superior un enorme derrumbe, llegamos a un sitio en el que se eleva una estatua enorme de un ser de poblada barba, cabellos largos y túnica que le cubre el cuerpo desde los hombros hasta los pies, que con los brazos extendidos parece querer abrazar a toda la región que tenemos ante nosotros: es, según dice mamá, el Cristo Rey. Ignoro lo que ese nombre significa, pero intuyo que es algo de mucha importancia para las gentes de La Libia.

Algo, sin embargo, roba mi atención: desde aquí tengo a la vista lo que es nuestro inmediato punto de llegada: el San Gregorio que tanto deseo conocer. Sus dos pequeñas calles y casas se extienden sobre una pequeña planicie de la cordillera que ya he visto desde mi casa; el sitio que, aparte de mi hogar, será el escenario donde iré, poco a poco, recorriendo las etapas de la vida que me llevarán paulatinamente a ir descubriendo y descifrando este pequeño mundo en el que me situó el Destino y donde empezaré a construir el futuro que se está iniciando en estos momentos. Unos fuertes sonidos musicales arrancan mi mente del ensimismamiento en el que se encuentra: ¿qué es eso? Es el sonido de las campanas de la iglesia anunciando que, dentro de poco, va a comenzar la misa, dice mi madre. Debemos apresurarnos para no llegar tarde.

Ya llegamos. ¡Así que este es San Gregorio! Ver tanta gente me produce una sensación de alegría y euforia desconocidas hasta el momento por el ambiente festivo que se respira. Los vecinos llegados de La Lindaja, La Hondura, Puerto Limón, Punta Brava, la enorme e inquietante Gulunga y otras veredas más, se agolpan frente a la entrada de la iglesia, un sitio al que le dicen el atrio. Algunos de estos domingueros, igual que nosotros, han llegado a pie después de un viaje de más de una hora, pero otros lo han hecho a caballo, muchos de ellos en hermosos animales de los que brota una energía y una elegancia desbordantes. Hombres y mujeres se saludan entre sí, hablan de los acontecimientos de la semana que termina, de la cosecha de café que está a punto de comenzar y de otros trabajos de las fincas. Sus vestidos, limpios y bien planchados, les da ese aire de sencilla elegancia que siempre admiraré en la inmensa mayoría de las gentes del pueblo, pese a que algunos de ellos van descalzos, como es el caso de papá José (el abuelo), con quien ya nos hemos encontrado, pues él llegó primero porque hizo el recorrido a caballo por una ruta diferente a la que seguimos nosotros en su elegante y briosa yegua mora.

Acostumbrado como estoy a la vida aislada que llevamos en mi hogar, San Gregorio parece ocupado por una verdadera multitud de personas de variadas formas, colores y tamaños. El poblado, muy grande para lo que he conocido hasta el momento, se arremolina en torno a un espacio amplio que se llama la plaza, con una calle larga, tal vez de unas tres cuadras, que parte precisamente de esta misma plaza en dirección sur hasta terminar en un sitio al que llaman El Martirio, más otra calle muy poco poblada, que se extiende en forma paralela, de escasamente una cuadra. Calles en tierra, con ocasionales islas de pasto en algunos lugares.

En el costado nororiental de la plaza, una construcción se destaca de manera especial; el color de sus paredes es blanco y en su fachada hay una gran puerta de entrada, con la parte superior coronada por una saliente que remata con una figura que ya he visto también en la casa, aunque en tamaño mucho más pequeño. Es la iglesia, explica mi madre, la saliente es la torre y lo que hay en la parte de arriba es una cruz. De la torre cuelgan dos campanas, cuyo sonido ya conozco. En el costado norte hay una casa, también especialmente grande, de dos pisos; es el sitio donde habita un personaje que, por lo visto, tiene mucha importancia para San Gregorio, a quien le dicen el padre Zapata, y es quien tiene bajo su cuidado la iglesia. A esa vivienda le dicen la casa cural.

En el centro de la plaza y a la sombra de un samán se observa una construcción en madera en forma rotonda que hace las veces de cafetería y cantina: es el quiosco. En el costado sur una casa grande, también de dos pisos, se destaca claramente de entre las demás que le rodean. Finalmente, varias casas desperdigadas en los alrededores, una aquí, otra allá, completan todo el conjunto urbano de esta población que habrá de jugar un papel tan importante en mi futuro inmediato.

Suenan las campanas por tercera vez, lo que significa que ya es hora de entrar a la iglesia. Los hombres, con taburetes al hombro que han tomado prestados de las cantinas y las mujeres, que se han cubierto la cabeza con una especie de velo al que le dicen pañoleta, más los niños y niñas, nos dirigimos ahora a ese recinto. Al fin veré lo que es la misa.

Nota:

José de los Santos Zapata (el padre Zapata) fue el primer párroco de Alfonso López y un personaje que desempeñó un papel fundamental en la fundación y consolidación del corregimiento. Alguien muy querido y, sobre todo, muy respetado, incluso temido. Con su estilo franco, directo e incluso autoritario, era la máxima autoridad del poblado y quien, en la práctica, tenía la última palabra en los asuntos más decisivos de la comunidad; en todo caso, era quien indicaba desde el púlpito o en el confesionario lo que era bueno o malo en materia de comportamiento moral.

Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir».

Entrega 2: «Mis años en San Gregorio: El nido familiar».

Entrega 3: «Mis años en San Gregorio: Mirador de cielos y cordilleras»


 

 

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

 

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