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Por José Hilario López
Ingeniero, escritor y divulgador científico

En nuestra pasada tertulia Ética Civil y Empresarial, con la intervención de expertos panelistas en la materia, se analizó el tema de la longevidad. De estas intervenciones surgió un interesante debate sobre la posibilidad que los grandes avances de la medicina y la tecnología puedan llegar a detener el proceso de envejecimiento, algo así como posibilitarnos a los humanos una eterna juventud.

La discusión que suscitó esta hipótesis condujo a reflexionar sobre la entropía, la segunda ley de la termodinámica, que en esencia expresa la inexorable tendencia de todo sistema natural hacia su desorganización y deterioro. Soy consciente de lo polémica que resulta la introducción del término desorganización en esta escueta definición de entropía, el más difícil de los conceptos físicos. Para conciliar, se ha propuesto sustituir desorden por incertidumbre: “un sistema desordenado resulta en una gran incertidumbre”.

El poeta y dramaturgo inglés Tom Stoppard, en “Arcadia”, su obra de 1993 define la entropía en los siguientes términos: “El calor va al frío. Es una calle de un solo sentido. Tu té acabará a temperatura ambiente. Lo que le sucede a tu té le está ocurriendo a todo en todas partes. El sol y las estrellas. Tardará un tiempo, pero todos acabaremos a temperatura ambiente”. Con esta definición, para mi gusto la que más me satisface, se muestra cómo la poesía acude en ayuda de la ciencia.

Para empezar por el principio, el sol, origen de la vida en nuestro planeta, es un sistema energético que, mediante la fusión nuclear, en la que el hidrógeno y dos núcleos de átomos ligeros; el deuterio y el tritio, isótopos del hidrógeno, se unen para formar otro núcleo más pesado, generando energía. La vida es también un sistema energético, que mediante el metabolismo celular convierte los nutrientes en energía. Negar la entropía en la vida es como negar la ley de la gravedad en nuestro sistema solar.

El envejecimiento y la muerte hacen parte del inexorable proceso natural, que rige para todas las especies vivas que han surgido en la historia geológica de nuestro planeta, como lo demuestran la paleontología y la palinología. El hombre, un organismo más en el proceso evolutivo, no podría ser la excepción a esta ley. ¡Somos Naturaleza, aunque nos creamos el sumun de la Creación!

La imposibilidad de detener el envejecimiento nos lo confirma en su ilustrada intervención en la referida tertulia la genetista cubano-mejicana Norma de León, cuando describe la senectud como asociada a la acumulación de daños generados por el desgaste de las funciones de la célula, y concluye que desde el punto de vista bioético la inmortalidad es una quimera.

Ni la vejez ni la muerte por causas naturales pueden ser consideradas como una tragedia para una vida que se ha ceñido a las leyes de la Naturaleza, vale decir dentro del respecto y cooperación con sus congéneres y demás organismos vivos.

Ahora quiero referirme a las visiones sobre la vejez del filósofo romano Marco Tulio Cicerón (Siglo I a. C) y de nuestro contemporáneo, el filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio.

En su celebre libro “Cato maior de senectute liber” (Conocido popularmente como Diálogos sobre la Vejez), Cicerón afirma que la etapa final de la vida del hombre

conlleva una incitación a vivirla, y a hacerse consciente de sus muchas posibilidades y ventajas. No es precisamente una visión pesimista, quejumbrosa, ni realista a ultranza, sino más bien optimista y animadora. En su célebre citado libro, Cicerón expone los cuatro reproches que suelen esgrimirse contra la vejez: 1) aparta de la vida activa, 2) debilita el cuerpo, 3) priva o aleja de casi todos los placeres y 4) es el umbral de la muerte. Y son estos posibles reproches los que, vía un diálogo entre el orador Catón y dos jóvenes, el filósofo romano examina en detalle, intentando anularlos con sus argumentos y ejemplos.

Para Bobbio la vejez es la edad del balance, tal como escribe en su libro De Senectute. “Aunque durante la vejez todos los grandes interrogantes permanecen sin respuesta, (esta constatación) no significa que sea un acontecimiento apocalíptico: la vejez es un mundo en el que cuentan más los afectos que los conceptos”.

Ahora demos paso a una corta reflexión sobre la muerte. Para Stephen Batchelor filósofo budista inglés, es mucho más facilista tener una opinión sobre lo que sucede después de la muerte, que honrarla como un misterio. Esperar ser lo suficientemente consciente a medida que uno se acerca a la muerte, para poder respetar este misterio que permita mantener una mente totalmente abierta respecto a lo que podría o no venir después. La muerte no es sólo un hecho cierto que nos espera, sino una posibilidad inmanente en cada instante de la vida. Paradójicamente, cuanto más conscientes seamos de que cada respiración puede ser la última, más intensamente consciente te vuelves de lo maravilloso que es estar vivo. A lo anterior, Michel de Montaigne agrega que quien le tenga miedo a la muerte de nada le sirve todo el conocimiento que haya logrado acumular en su vida.

El viejo que escribe estas líneas pasó de ser un fervoroso católico, la educación que recibió de su madre, que su padre, un agnóstico liberal respetuoso y tolerante, facilitó. De allí pasó a presumir un ateísmo intolerante, que más tarde, con el paso de los años, se fue moderando hasta llegar lo que creo ser ahora: un creyente que cree creer.

Hoy me siento tranquilo y feliz y, como Blas Pascal aconseja en “Apuesta por Dios: ¿Por qué es mejor creer?”, estoy convencido de que es mejor rodearse de un sano ambiente espiritual e intentar creer, porque al morir la ganancia que podría alcanzarse es siempre mayor, la salvación, que la posible pérdida. Y en todo coincido con Pascal en su categórica afirmación: “¡Dios existe! Es no sólo una probabilidad matemática, sino una vivencia que hace feliz a quien la tiene”.

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